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El mejor escudo de Céceres

24-4-2011

DICE de él José Miguel de Mayoralgo y Lodo, conde de los Acevedos, presidente del Instituto de Estudios Heráldicos y Genealógicos de Extremadura: «El escudo en cuestión es el más monumental de todos los existentes en Cáceres, a pesar de ser de los más recientes, y probablemente desde el siglo XVII no se ha labrado en toda Extremadura una pieza tan notable como esa. Fue diseñada por el gran escultor Enrique Pérez Comendador y ejecutada por expertos canteros. Es todo él de granito, consta de siete piezas, medía 2,50 metros de alto, por 2,40 de ancho y 80 centímetros de fondo, y pesa 12.000 kilos. Eso explica las grandes dificultades que han tenido para retirarlo».
Se mueven los cimientos de la nación que fuimos. La inquina chirría con el cincel para el derribo y mueren los símbolos, no por la carga del tiempo sino por el odio de la piqueta. La reconciliación no estaba sellada y el lacre del 78 era postizo, y el pacto agua sucia que ha corrido disfrazándolo todo y sin respetar juramento. España cruje pero no muge porque está adormecida por las conveniencias de los gestores de una opinión pública mayoritariamente puesta en nomina. El ingenio hispano se disuelve fagocitado por la política y mucho bueno va al desguace. El genio creador no se sostiene ya por lo que fue en sí mismo porque, entre otras cosas, se le pone sombra al arte para atacar el recuerdo. Todo se esquilma sin remedio, por la nueva invasión de los bárbaros. No hay ley oportuna si sirve para esquilmar el arte. No comprendemos qué clase de fetichismo iconoclasta nos ha enfermado para no distinguir entre la excelencia y lo burdo. No se reconoce el primor de las grandes obras, que por sí mismas valen más que lo que significaron; la burricie no sabe de banderas blancas ni de solemnidades y respetos obligados. Pareciera una guerra en la paz, avivando la saña en un ajuste de cuentas que no se frena ante las fronteras de la maestría. El oficio creativo de los genios no se hizo para tirotear desde trinchera alguna. Me duele que los nombres propios que honramos, sean ahora removidos por sus obras en sus tumbas. Los honores de antaño se percuden, creyendo que con ello se repara alguna herida. Si ese hubiera sido el actuar de nuestros antepasados, hoy tendríamos solo páramos y desiertos donde dialogar sobre la indigencia que nos hemos acarreado. El robledal de Corpes habría ardido sin reparar honra, y los jardines de la Granja habrían secado sus veneros. Ya no habría toros de Guisando y La Marcha Triunfal de Rubén Darío estaría prohibida. No tendríamos El Escorial. San Lorenzo habría caído del calendario y Lepanto no se recordaría como «la más alta ocasión que vieron lo siglos», sino que vendría a ser vocablo desconocido en el diccionario de las hazañas.
En estas contiendas del pensamiento honesto los intelectuales son apenas bustos expectantes y solo de cuando en cuando levan una bandera de letras, aunque ya saben, antes de izarla, que serán degolladas sus razones aunque las leyes les asistan.
Ya la justicia no es ciega. Ya la carga de la prueba está contra los que piensan y no se alistan en ese bando. Un bando y otro bando ¡qué pena! una nación de banderías, eso es lo que queda después de tantos intentos de reconciliación. Tenemos los periódicos llenos de calaveras, de tibias retorcidas e ignoradas y el 'huesario' del Valle de los Caídos, con los brazos abiertos, se ve como una ofensa y se incita a los pirómanos, a las excavadoras y a la dinamita para que la emprendan contra Cuelgamuros. ¿Qué sacamos matando el arte? Es lícito recuperar al fallecido y honrar la memoria de aquellos muertos a manos de brutos de un lado y otro, pero hagámoslo con toda la memoria histórica puesta en razón para que no exterminemos lo bueno de los días pretéritos con fantasmas enfundados de guadañas para ajustar cuentas. Los españoles de hoy viven una historia emborrachada de inquina. No es cuestión de ideología sino de desvarío. Felipe González, desde la izquierda más seria, afirmó que había que haber tirado del caballo a Franco cuando estaba vivo, pero que para derribar estatuas de piedra vale cualquiera porque solo es un brindis para los forofos. Y lo dijo en El País, y a Juan Luis Cebrián. Pero la cuestión no es ya el asunto Franco, que bien muerto está, tan muerto que ni Garzón ha podido procesarlo. La cuestión es de identidad. Queremos destruir lo que somos, queremos acabar con una parte de nuestra biografía sin darnos cuenta de que el cuerpo de la historia no está hecho al modo de un mecano para jugar en el patio de la escuela. La historia es toda, y hay que asumirla, sin saña y con razón. Hay que asimilarla con patriotismo sin complejos, para creer que entre errores y aciertos, entre números azules y rojos, el balance sea una historia común por la que ha merecido la pena llegar hasta aquí.
Hoy, las razones jurídicas y las razones históricas esgrimidas por los juristas e historiadores para salvar una hermosa piedra armera, son vistas como señales de humo defensivo y numantino por los resentidos. Ante tamañas interpretaciones solo queda anotar la historia para que aguante más allá de la memoria, y pueda algún día un hombre libre escribirla, sin coacciones y sin complejos. Y pueda contar la realidad de una época turbia donde no poco se va engendrando entre la ignorancia y el odio con el propósito de eliminar algo tan grande como la verdad. Si no lo remediamos, en el útero de España crecerá un zombi y el parto del mañana es incierto porque el monstruo tal vez quiera emular o superar la genética trastornada de quienes lo engendraron.
Hay que ir otra vez a rescatar el sepulcro de don Quijote como proponía Unamuno porque, por no saber, ya no sabemos quiénes somos.
Todavía a algunos nos queda la esperanza para que triunfe la inteligencia y veamos a «España camisa blanca que es mi esperanza» como el lugar de encuentro. Sí, todavía es posible, como escribiría con nosotros, si viviera, Manuel Pacheco.

FELICIANO CORREA


 

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