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Memorias del viejo Rey

«Los años de exilio y las traiciones le habían hecho un profundo concedor del alma humana» Cuando yo conseguí conocer personalmente a Don Juan de Borbón, él tenía cincuenta y cuatro años y yo, diecinueve. El Rey exiliado se hallaba en la madurez de su vida, lleno de ilusiones, de esperanzas, de sueños para España. Rebosante de vitalidad y de fortaleza. Salvo ABC,apenas ningún periódico ni emisora de radio hablaban de él. Era un perfecto desconocido en su Patria. Ir a Estoril traía sus consecuencias. Pero el nacimiento de su nieto el Príncipe de Asturias, el 30 de enero de 1968, supuso un maremoto de consecuencias incalculables. Don Juan Carlos acordó, sagazmente, el bautizo para el 8 de febrero y que los padrinos fueran su padre Don Juan y su abuela la Reina Victoria Eugenia. Así ambos regresarían durante unas jornadas del exilio. En el anochecido del día 6, Don Juan y Doña María llegaban en automóvil por la carretera de Extremadura a las cercanías de Valmojado. Allí, un numeroso grupo de jóvenes monárquicos les dimos un caluroso recibimiento. Fue la primera vez que ví a Don Juan. Bajo las limpias estrellas del anochecido, a la luz de los faros de los coches. Nos saludó a todos y la pequeña comitiva que traía se convirtió en una alegre y ruidosa caravana que le escoltó en su entrada en Madrid entre banderas nacionales y gritos de «¡Viva el Rey!». El recibimiento multitudinario a la Reina Victoria, al día siguiente, en Barajas, y el fervor unánime en torno a Don Juan, levantó las alarmas de las cancillerías europeas y del propio Palacio de El Pardo. A partir de aquel día y de aquel bautizo, ya nada iba a ser igual... Perdimos los miedos y empezamos a viajar a Estoril. Cuando mi promoción de Periodismo hizo el viaje del «paso del Ecuador» elegimos Portugal. Era por Semana Santa. Yo me escapé una mañana en el trenecillo que va a Cascaes y me planté en «Villa Giralda», donde Don Juan honró a mis escasos veintiún años con una audiencia de cerca de una hora. Me atreví y le pedí que recibiera a mis compañeros. Sabía a lo que me arriesgaba. En mi promoción sólo éramos monárquicos Fernando Jáuregui y yo. En el resto abundaban hijos de periodistas de Falange que no tenían precisamente muchas simpatías por Don Juan. Pero se hizo la visita y todos quedaron encantados con la personalidad y la simpatía de aquel español con tanta esperanza de futuro y tanta melancolía de exilio. La Historia vino como vino y Don Juan fue el gran sacrificado. Gracias a su generosidad, a sus renuncias, a su patriotismo y a su profundo amor a España, el Juan III del exilio fue -como en una tragedia griega- hijo de Rey, padre de Rey, pero jamás Rey de hecho, el que de derecho lo fue tantos años y gracias a su labor salvó la Monarquía de todos los españoles. Traídas por el Rey Don Juan Carlos la libertad y la democracia a España, las nuevas generaciones fueron aprendiendo y comprendiendo la obra extraordinaria y abnegada de aquel hombre que había vuelto a España y que recibía, ahora, los honores y el cariño de todos allá por donde pasaba. Y a este cronista suyo le cupo la honra de conocerlo a fondo, de tratarlo, de admirarlo y de quererlo. Sobre todo, a raíz del verano de 1983 cuando la Dirección de ABC me envió de enviado especial veraniego ante la Familia Real a Mallorca. En aquellas mañanas interminables en el «Giralda», los dos solos, comentábamos la Prensa, analizábamos los editoriales, hablábamos de todo. Don Juan, que amaba profundamente a España, insisto, sentía la política en las venas; tenía un sentido del humor extraordinario; se sabía la Historia de Europa al dedillo; los años de exilio y las traiciones le habían hecho un profundo conocedor del alma humana, a la que comprendía y perdonaba con generosidad. A veces, en la intimidad, hablando de alguno de aquellos traidorzuelos, se sonreía picaronamente y susurraba: «¡Menudo cabrón!» Pero era generoso y bueno. Los domingos íbamos a misa a la pequeña capilla de San Telmo, en el barrio pesquero palmesano. A veces nos juntábamos hasta diez personas. Oía misa y comulgaba con fervor. Luego hacíamos tertulia de pie, al sol mañanero. Siempre se refería a Don Juan Carlos como «el Rey» con un cariño y un orgullo que emocionaban y cuando hablaba de alguna persona difunta le agregaba el remoquete popular y entrañable de «que en gloria esté»... Su hijo el Rey quiso que sus restos descansaran con el nombre de Juan III en el Panteón de El Escorial, junto a los Reyes que hicieron posible la Historia de España. A medida que pasan los años, su figura se agiganta. A mí no me duele decir que fue el personaje del siglo XX que más me ha impresionado.

 

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