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El aljibe de Altamirano, un sueño del agua quieta en Trujillo

Lazos sólidos me unen a Trujillo. Son lazos sentimentales y profesionales tejidos con esmero durante años, por momentos sutiles, por momentos palpables, que hacen que cada encuentro con la ciudad sea deseado, festivo. En los últimos tiempos se están haciendo aún más estables, en breve es posible que pueda contarles nuevos e importantes proyectos que protagonizan algunos de mis sueños más recientes. La población se alza majestuosa sobre un extenso batolito. Domina la penillanura cacereño-trujillana desde una pequeña elevación que puede otearse desde kilómetros a la redonda. La contemplación en la distancia permite generar expectativas en el visitante, expectativas que crecen de kilómetro en kilómetro, que culminan a la llegada, donde no cabe un sólo sentimiento de decepción. Muchos caminos llegan a Trujillo, desde todos ellos se alcanzan espléndidas vistas panorámicas. Me gusta especialmente la que se disfruta viniendo desde Cáceres, al oeste: las torres y la muralla medievales se alzan desafiantes, palacios y casas fuertes muestran orgullosos un poderío vetusto difícil de igualar, obras pétreas que parecen brotadas, como por arte de algún sortilegio, del áspero suelo rocoso al que se anclan; al fondo, las sierras de Gredos parecen asomarse curiosas al espectáculo, en invierno sus cumbres blanqueadas ayudan a diseñar un paisaje salido de cuento, máxime cuando el verdor del musgo rebrotado con las lluvias tapiza con intensidad cada roca. Todo Trujillo ha sido durante demasiados años un Paraíso Olvidado. Parecía abandonado a su suerte, desplazado a una posición inmerecida, condenado al abandono. Es posible que no haya población en Extremadura con tantos merecimientos como Trujillo para ser el centro turístico y cultural principal: un enclave monumental espectacular como pocos en Europa, una ciudad histórica en la que el Patrimonio no se ha convertido en un burdo parque temático o en un conjunto de fachadas pintorescas, sino una localidad viva, una villa española en la que la presencia americana se palpa en muchos de sus rincones. Sin embargo, todos sus innegables y exclusivos valores han sido, en cierto modo, despreciados, ninguneados, relegados. Aires nuevos están soplando para cambiar esta inercia de años. Recientemente Trujillo ha presentado su candidatura para ser declarada bien Patrimonio de la Humanidad, petición que llega tarde, demasiado tarde y, desde mi punto de vista, inadecuada metodológica y conceptualmente hablando. La ciudad ha concurrido en compañía de Plasencia y de Monfragüe, hecho que, lejos de reforzar la candidatura, ha supuesto un lastre que ha arruinado sus evidentes opciones. No se trata de añadir elementos, por muy interesantes que puedan ser (de hecho los compañeros de viaje eran de primer nivel); postularse a Ciudad Patrimonio de la Humanidad requiere otro tipo de enfoque, más claro y preciso, adecuado para mostrar las características que hacen de Trujillo un enclave único. Trujillo ha de volver a presentarse ante la UNESCO con nuevos planteamientos, pero esta vez por sí sola, por favor, mostrando todos y cada uno de los valores que atesora, arqueológicos, históricos, paisajísticos, esos valores que la convierten en excepcional y que la deben hacer merecedora de reconocimiento y protección internacional. Si se prepara una candidatura adecuada, dadas sus cualidades excepcionales, el éxito está asegurado. Recorrer las calles sin prisa, a diferentes horas del día y de la noche, en distintas  estaciones, prestar atención a los detalles, los visibles y los ocultos, sumergirse en las múltiples culturas que han dejado allí su huella de forma indeleble, degustar sonidos y olores, tocar la piedra, ora tallada y pulida por el hombre y el tiempo, ora simplemente devastada, deambular sin rumbo, caminar sin saber qué buscar porque aquí, lo buscado sabe que lo es y sale al encuentro. Esas son mis recomendaciones. Trujillo requeriría un blog completo para dar a conocer su Patrimonio, el inventariado y el poco conocido, el monumental y el arqueológico, el natural y el realizado por el hombre, el situado en el casco urbano y el existente en el término municipal, en pleno campo. Por dónde comenzar con tan ingente tarea se ha convertido en la pregunta más repetida a la hora de afrontar este post. Quizás me ayude la música de Patrick Cassidy a tomar una decisión, por ejemplo la pieza que utilizó Terrence Malick como parte de la banda sonora de la película El Árbol de la Vida. Después de mucho deliberar, he decidido responder a la duda de forma atípica, no podía ser de otra forma, con un monumento que pasa desapercibido; en parte, apabullado por otros inmuebles y espacios más reconocidos por el público, y, en parte, por estar semioculto, casi camuflado, entre el caserío circundante del cual parece formar parte. Voy a hablarles del aljibe de Altamirano, una construcción sorprendente en la que se aúnan el agua y la piedra, la necesidad y los sueños, el cielo y la tierra. Se sitúa en la plazuela de los Altamirano, también llamada, según me informa Marco Antonio Alvarado, uno de los lectores que este blog tiene la fortuna de que lo sigan, de los Moritos o de los Moriscos. Una pequeña puerta rompe una construcción maciza de mampostería granítica, no es original, se trata de una licencia contemporánea para facilitar el acceso al edificio. Sobre ella, una cartela indica de forma lacónica: “Aljibe árabe. S. X”. Curiosamente, mucho podría decirse de tan escueta nota. Como sintética crítica a su redactor debo indicar que las construcciones de época islámica no tienen porqué ser árabes, pues lo árabe no es compendio de lo islámico; árabe define un origen, islámico designa una cultura en sentido amplio. Determinar su edificación en el siglo X sin realizar un trabajo arqueológico en profundidad es más que aventurado, una simple suposición inconsistente, que vale tanto como cualquier otra fecha que pudiera darse. Bajamos unos peldaños, abrimos la puerta y un mundo nuevo se presenta ante nuestros ojos, un mundo sumamente silencioso, plácido, en penumbra. Hay que descender una empinada escalera para introducirse en este ámbito subterráneo. Según bajamos, los sonidos de la calle se amortiguan y aparecen otros más sutiles: pequeñas gotas de agua golpeando la superficie dormida desde la altura de las luceras, sonido de gruta más que de edificio, que nos transporta muy atrás en el tiempo gracias a la memoria de milenios que portamos en nuestros genes. Pálidos rayos de luz se filtran desde los tres brocales que en su día alimentaban de agua el aljibe y que, a la vez, permitían su extracción. Los tres brocales se ubican sobre la cubierta, inclinada hacia el centro que funciona como un embudo capaz de absorber toda la lluvia caída. La luz se refleja en el agua y duerme con ella. Cuando el agua se aquieta, sueña con reposar en aljibes como el Altamirano, sueña con descansar de su ajetreo constante de estados y paisajes; recuerda el manantía, el río y el mar que es, pero en su quietud se vuelve espejo, cristal. Es necesario detenerse y esperar a que los ojos se adapten a la escasa iluminación, merece la pena ese tiempo de espera, ese descubrir el espacio con luz escasa que ayuda a amplificar la sensación de lugar ancestral. La escalera conecta con una pasarela que permite el tránsito por la sala; ambas son obras contemporáneas de una tosquedad y una rotundidad innecesarias, derroches de piedra y cemento en un entorno que precisa de elementos más ligeros. Hace unos años planteamos un proyecto de restauración integral del inmueble en el que también se eliminaban estos añadidos, por desgracia la propuesta quedó en dique seco, aparcada a la espera de tiempos mejores, o más respetuosos y afectivos con nuestra herencia cultural. La planta del aljibe se aproxima al cuadrado, está estructurada en tres naves separadas por galerías compuestas de tres arcos que apoyan sobre sólidos pilares cuadrangulares. El número tres se repite también en el número de luceras, una por nave. Bóvedas de cañón peraltado cierran cada nave, dispuestas aproximadamente en sentido Norte – Sur. El edificio, excavado íntegramente en la dura roca granítica del subsuelo trujillano, fue impermeabilizado del piso al techo con un revestimiento hidráulico realizado con cal, de tonalidad rojiza, a la almagra, que es como lo denominamos. Fruto de obras modernas poco delicadas se le eliminó o enmascaró el aliviadero, hueco por el que rebosaba el agua cuando alcanzaba un nivel determinado que impedía el colapso de la estructura. Aljibe es un término procedente del árabe al-yubb, su significado viene a ser el de un depósito para recoger agua, generalmente cubierto por una bóveda. Es indudable la ligazón del aljibe Altamirano con la cultura islámica; sin embargo, se desconoce el momento concreto de su construcción. Trujillo, la Turyilu musulmana fue uno de los enclaves más importantes de la Marca Inferior. Su protagonismo arranca en época emiral (siglo VIII) y se mantiene hasta la conquista cristiana (siglo XIII). Durante la fase de dominio almohade (siglos XII – XIII) fue uno de los emplazamientos militares más destacados, verdadera punta de lanza junto a Cáceres de la frontera. En algún momento de este amplio lapso temporal se erigió el aljibe para abastecer de agua este sector de la ciudad musulmana. Si hubiera de inclinarme por una cronología, me aventuraría por una etapa temprana (siglo IX), pues el inmueble posee algunas de las características formales propias de las obras de este tiempo, pero esta es una simple opinión carente de base arqueológica. El tiempo se escapa sin darnos cuenta, hipnotizados mirando el agua, confundidos con los reflejos que no permiten saber qué es real y qué un simple espejismo. Por momentos el edificio parece surgido de la mente del artista holandés M. C. Escher, las imágenes creadas en el agua dificultan la percepción de si las escaleras duplicadas suben o bajan, de si las bóvedas están donde se encuentra el suelo o a la inversa, de dónde comienzan y terminan arcos y pilares. Es un ámbito misterioso como pocos, que facilita que nuestra imaginación se expanda envueltos en los tonos rojizos que arranca la luz difusa a la penumbra. El espejo, los reflejos, la unión de techo y suelo en una imagen tan irreal como visible ayudan a recordar y a dar sentido a uno de los principios fundamentales de la Tradición Hermética: “como es arriba, es abajo”. Pasaríamos horas en serena contemplación, especialmente en verano, cuando el calor en el exterior suele ser sofocante. Me cuentan que en las noches estivales el vecindario se sentaba sobre la cubierta, próximo a los brocales, para aprovechar el frescor desprendido de las profundidades. Cuando lo visiten, cosa que puede hacerse solicitándolo en la Oficina de Turismo de Trujillo, donde serán atendidos con amabilidad, háganlo sin luz artificial y aprovechen el momento de reposo para hacer algo muy necesario: dejar volar la imaginación. Para prolongar el reposo, les dejo con la música de Eluvium. Volveremos a nuestra querida Trujillo.

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