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José Hierro y el retorno de la poesía

Si con la jovencísima Carmen Laforet, el premio Nadal ofreció a los españoles un festín de inteligencia narrativa ya en la primera de sus ediciones, la poesía española halló en aquellos mismos años un cauce de renovación a través de la colección Adonáis. Presentada en 1943, su vocación de recuperar el prestigio de la lírica española en la creación europea se acompañó de una extraordinaria labor de traducción. Tenía su heroísmo lírico la decisión de huir del lenguaje torvo y prosaico de la peor poesía social, de alejarse de los salivazos mercenarios de los versos militantes, o de escapar de la cursi arquitectura de los sonetos fabricados con la palabra en falso, la musicalidad de las espuelas y el ritmo de los taconazos. Hombres de muy distinta envergadura intelectual y perspicacia poética decidieron apoyar aquella empresa en cuyos inicios se encontraban personalidades de tanto prestigio como José Luis Cano, Gerardo Diego o Vicente Aleixandre. A ninguno de ellos molestó compartir el patronazgo de la colección con funcionarios del nuevo Estado, ni les preocupó demasiado que la editorial Rialp, dirigida por el sagaz Florentino Pérez Embid, ofreciera conexiones con determinados ámbitos del nacionalcatolicismo. No se equivocaron, porque Adonáis no iba a ser un lugar de culto más que al rigor de la lírica y a la exigencia de estar a la altura de una doble tradición. De un lado, la propiamente española, en la que hundían su experiencia personal algunos de quienes lograron sobrevivir a la guerra civil y a la mortífera selección de víctimas intelectuales realizada en ambos bandos. De otro, la perseverancia en el conocimiento de la poesía extranjera que nuestros mejores autores desde el modernismo habían leído con provecho para abrir una etapa gloriosa de la lírica española.
Antologías de Adonáis «Abril del alma», de José Antonio Muñoz Rojas; «Oscura noticia», de Dámaso Alonso, o «Poemas adrede», de Gerardo Diego, dan idea de la primera vocación de aquel ambicioso catálogo. La traducción de Péguy, Trakl y Hölderlin ofrece pistas de la segunda. Una y otra vertiente fueron labradas con tanta brillantez que asomarse a las antologías de Adonáis es un modo recomendable de conocer el tono de la poesía española de la posguerra, y también de la mejor lírica de los escritores extranjeros, cuya lectura alimentó siempre a quienes en esos años deseaban dedicarse a la tarea de creación literaria. Y el prestigio del premio Adonáis hizo que, durante largo tiempo, fuera aquella edición sencilla, pequeña, de portada pálida, con el célebre dibujo de Martínez del Cid bajo la constancia del autor y del título, donde cualquier joven escritor español deseara ver publicados sus nacientes logros poéticos. Tras un momento inicial de crisis, cuando los problemas económicos amenazaron con silenciar la colección, el premio Adonáis, se concedió a un poeta al que continuamente es necesario regresar. José Hierro dio a su libro un título que podía sorprender por su falta de retórica, desdén de lo pretencioso y turbadora claridad: «Alegría». Pero no era un título casual. Porque Hierro hizo de su texto una reivindicación de algo que no deseaba ser ingenua sonrisa ni bobalicona satisfacción ante un mundo bien hecho. Al contrario. Era la alegría que se había ganado al espanto: «Llegué por el dolor a la alegría./ Supe, por el dolor, que el alma existe». Era la alegría como consumación de la esperanza, como reivindicación del mundo habitado por un hombre consciente de su fragilidad y de su fuerza. Era la alegría como resultado de la obstinación vital, de la exigencia del derecho a existir, como fruto de una plenitud conseguida en un tiempo pavoroso. José Hierro había publicado unos años antes «Tierra sin nosotros», y el nuevo libro no era rectificación de un mundo desolado, sino continuación de lo que entonces se decía: «Nuevamente / naces, alma (estabas muerta). / Yo no sé lo que ha pasado en este tiempo: tú dormías, esperando ser eterna». «Alegría» se elaboró con un lenguaje sobrio, aunque no pobre; áspero, aunque no grosero; fuerte, pero con ternura. Se escribió como saliendo de una larga noche, se escribió sin aceptar el olvido, sino requiriendo que la memoria atroz y la experiencia herida pudieran ser verdadero homenaje a la alegría sin simpleza, a la felicidad terrenal, al alma llena de la madurez.
Estrategia Por eso, la estrategia poética de Hierro buscó la austeridad matizada por el asombro ante las cosas humildes. Buscó la severidad rota ante el entusiasmo por la continuidad de la vida: «Amanece. Descalzo he salido a pisar los caminos, / a sentir en la carne desnuda la escarcha. / ¡Tanta luz, tanta vida, tan verde cantar de la hierba! / ¡Tan feliz creación elevada a la cima más alta! / Siento el tiempo pasar y perderse y tan solo por fuera de mí se detiene». Aderezó el mejor condimento de estilo para la poesía de los años cincuenta. Alegría y esperanza en aquella España que se alzaba a tientas. Alegría del idioma recobrado. Alegría por la materia pronunciada de nuevo. Alegría por la experiencia poética hincándose en el fondo de las cosas, penetrando en la razón ignorada del mundo, nombrando la sorprendente vigencia de la creación. Alegría brotando del horror de una guerra civil. Alegría macerada en los tiempos de cólera. Alegría que se negaba a ser melancólica cancelación de un vivir a la sombra de la fe en un principio moral superior, en los valores intangibles que cada alma posee, en la integridad absoluta de cada ser humano. Alegría por poder volver a decir las cosas esenciales, por disponer de una lírica extraordinaria como herencia de la verdadera nación inmortal. Alegría salida del fondo del corazón de las tinieblas, hacia la luz de una futura y ya previsible reconciliación. Alegría de España, aguardando al final de todo aquello: «Ganamos la alegría bajo un cielo sombrío, / mientras el desaliento nos prendía en sus redes. / Hemos tenido sueño, hemos tenido frío, / hemos estado solos entre cuatro paredes».

Fuente: ABC

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