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Los abrazos y la lira

Por Feliciano Correa Cuando algún compañero académico fallecía, solía encomendarme Castelo que escribiera una necrológica. Manuel Pacheco, Juan de Ávalos, Jaime de Jaraíz, el Marqués de la Encomienda, Francisco Tejada… fueron objeto de mi atención al partir de este mundo. Ahora un manojo de escritores amigos, compañeros o poetas han ocupado páginas sacando el pañuelo desde el atril de sus lágrimas.

Le conocí en aquellos años de la transición política cuando en la vetusta biblioteca de ABC tenían lugar tertulias sobre el tiempo por venir. Desde entonces nuestra relación no conoció pausa. Recogía mis colaboraciones para su periódico o me prologaba alguna obra. Contestó en la barroca iglesia de Santa Catalina de Jerez de los Caballeros a mi discurso de ingreso en la Real Academia en 2002.

Estuve en Granja de Torrehermosa cuando la liturgia de incienso y flores engordaba las dudas sobre la vida y la muerte. La presencia popular y los rostros dolidos, nos hermanaban ante la adversidad emocionada por el trance.

Santiago Castelo accedió a dirigir la Real Academia con ánimo, aunque su armazón mental no estaba especialmente diseñado para la gestión monótona que impone el diario quehacer, que él siempre ejercitó lo mejor que supo y pudo. Al tiempo fue un ejemplo de lealtad profesional a su ABC; pero en un sitio y en otro destacó, sobre todo y primero, por su cualidad conciliadora contra todo viento perturbador en las relaciones humanas. Era un derrochador de gestos con las cartucheras cargadas de armonía, y así tiroteaba balas de afectos desde su anatomía de grandullón amable. El día 18 de septiembre de 1999, hace dieciséis años, escribí en este diario un artículo titulado “Santiago Castelo, de palabra y barro”, y en todo lo que allí dije me reafirmo: “Asoma la ternura a flor de carne, con esa voz redonda de trovador de antaño. Y ese porte –a un tiempo- de ácrata y señor de la corte, para vestir de salón o verbena el plural manantial de sus sentires”. Porque nunca admiré en él la rutina de esa obligada diligencia administrativa ya que Castelo, como María en casa de Lázaro, había escogido la mejor parte, su afán, su vocación completa, era dejarse seducir por lo humano, y amar para regalar instantes habitados de felicidad. José Antonio Zarzalejos, anterior director de su diario, ha escrito en estos días: “fue un buda feliz que disfrutaba de la vida”, y en Ramón Pérez-Maura leo que era tal su entrega a los propios que amaba que “el día en que la Casa del Rey anunció que Don Juan Carlos había creado para Guillermo Luca de Tena, el título de marqués del Valle de Tena, era mayor la alegría de Castelo que la del propio agraciado con la regia distinción”. Sin duda de la sobreabundancia de su corazón hablaba su boca, y también sus brazos, que no eran tenazas sino alas adiestradas para el agasajo. Tal vez nadie lo ha sintetizado mejor que Juan M. de Prada en el prólogo a su obra “Cuerpo cierto” al decir que  “Castelo es uno de esos raros ejemplares de hombres en los que poesía y humanidad forman una alquimia indestructible, una argamasa de sangre y metáfora que ilumina sus actos y contamina sus palabras de una escondida belleza”. Por eso sus achuchones eran tan entregados y sus apretones de manos asideros certificados para  infundir confianza, de tal modo que los que se sentían queridos recibían mimosamente esa gesticulación sin fronteras. En esa transfusión gozosa, la bravura de su voz bautizaba el diálogo de una luz confidencial.

A mi parecer sus  abrazos y su lira funcionaban dentro de él, en el salón secreto de su recóndito templo, como dos péndulos que se cruzaban equilibrados y sin colisionar.

Por suerte el sonido de su poesía halló eco en la besana de estas tierras pardas y en los habitantes de tantos rincones puebleros por él conocidos, un soporte imprescindible para elevar lo prosaico del existir a la ingravidez de las alturas, allí donde los críticos literarios descubrían la quintaesencia de sus más penetrantes maneras de amar.

Para mí Castelo fue un místico de lo castizo, y su decir llevaba de fábrica una musicalidad interior que hacía más atractivo leer  sus anhelos incansables de búsquedas entre dudas y vacilaciones. Aquellos abrazos parecían un desahogo necesario, como si estuviera repleto por un atracón de afectos.  Por todo ello, al recrearnos en el recuerdo del hombre y del poeta, no hemos de verlo entre los pucheros de los quehaceres del oficio o del cargo, ya que el valor que de él permanecerá será esa manera suya de ejercitar fogonazos de amor, era algo incontenible, igual que los volcanes son fieles a su condición de  expandir el calor por las laderas vecinas.

Amor y lira, alma y tierra, palabras que son agua para hacer del polvo barro. Barro para catar la condición humana y asirse en sus idas y venidas a su rincón primero y telúrico, como punto de partida y, por fin, de llegada.

Volví a casa cruzando los trigales espigados por esas llanuras sureñas cuando ya se hacían fugitivas por tierras portuguesas las últimas luces que al poeta despedían. Era la víspera de mi cumpleaños y medité sobre la brevedad de la vida mientras una dentadura de incomprensión azotaba mis cavilaciones. Sólo supe, tras tantos kilómetros mentales de desasosiego silencioso, que tal vez él haya acertado y si San Juan de la Cruz sentenciaba que “al final nos examinarán en el amor”, Castelo lleva sellada su credencial de peregrino amoroso por miles de posadas y de veredas.

Encaramado allá donde ya esté formará parte de ese club de los poetas muertos, y dará lecciones de cómo vivió su carpe diem, y escribirá poesías sin letras, rebeldes ya a cualquier estilo gramatical, versos sin peso y sin disciplina. Pero por aquí abajo, todavía durante un largo tiempo, pensando en ese mayo dominguero que se lo llevó, recordaremos sus versos sin encontrar respuestas: “El corazón se desangra/ en una luz de cuchillos/ y por la boca me corre/ un viento de escalofrío. ¿Por qué llorará el silencio/ las tardes de los domingos?”

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