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A Santiago Castelo, vivo. Juan Manuel de Prada

A veces, en la alta noche, sueño que estoy en casa de Santiago Castelo, en su biblioteca de anaqueles que trepan hasta el techo, arrimando un azucarillo a la jaula de su canario Wamba; y de repente, me sobresalta su vozarrón, restallante como un clavel de sangre, llamándome desde la cocina: -¡Niñoooooooooo! Y vuelvo entonces el rostro y aparece ante mí otra vez Castelo en mangas de camisa; aparece otra vez ante mí su sonrisa sensual, su sotabarba de goliardo, sus ojos de brillo zangolotino, su barriga oronda de hombre al que el corazón no le cabe en el pecho y ha encontrado allí su nido. Aparece otra vez ante mí el amigo desvelado en el que poesía y humanidad formaban una alquimia anhelosa de brindarse. Y corro hacia él, lo abrazo con alborozo y atolondramiento (nuestras barrigas chocando como dos trompos borrachos) y reposo mi rostro sobre su hombro, para mojarlo de lágrimas de dicha. Y entonces despierto, descubriendo que lo que yo creía su hombro es en realidad la almohada; pero convencido de que algún día volveré a abrazar su cuerpo de muchas arrobas, cuando llegue la resurrección de la carne que nos ha sido prometida.
Fiebre oscura Santiago Castelo era, por encima de cualquier otra consideración, un poetazo como ya quedan pocos, habitado de palabras capaces de nombrar por igual la memoria exultante de la infancia y la fiebre oscura del deseo, la dulce melancolía de su tierra extremeña y la trémula emoción religiosa. Santiago Castelo entendía la poesía –y, por extensión, la propia vida– como un albergue hospitalario en el que nadie se arroga derecho de admisión; y en las infinitas piezas de ese albergue cohabitaban las pasiones más francas y ardorosas, las melancolías más ensimismadas, los dolores más aquietados o turbulentos. Santiago Castelo vivía en himeneo perpetuo con la poesía, la amaba de día y de noche, la gozaba hasta fundirse en su más recóndito latido. Y este maridaje lo lograba, como Rubén, siendo muy antiguo y muy moderno a la vez, entendiendo que la novedad de la poesía sólo se alcanza acatando el magisterio de la tradición; y así, desdeñoso de modas cambiantes y efímeras, llegó a cuajar algunos de los poemas más delicados e intensos de nuestro tiempo, sostenidos en el difícil equilibrio de la emoción más pura. No hace falta sino asomarse a «La sentencia», el magistral y sobrecogedor libro que concluyó apenas un par de meses antes de su muerte, su testamento poético y vital. Este poetazo descomunal fue también la persona que mejor ha encarnado el espíritu de ABC Y este poetazo descomunal fue también la persona que mejor ha encarnado el espíritu de ABC. Castelo, que se enroló en la redacción de este periódico cuando todavía vestía pantalón corto, sirvió durante más de cuatro décadas a tres generaciones de la familia Luca de Tena, como un escudero fiel que nunca abandona a su amo. Hasta el despacho de Castelo en ABC, «confesionario laico» donde todo desconsuelo encontraba su bálsamo, peregriné cientos de veces, para susurrar confidencias compungidas y aliviar mis angustias más secretas. Y muchas veces, mientras vaciaba de penas mi corazón ante el amigo desvelado, pensé que tal vez él padeciese tribulaciones más hondas que las mías; pero Castelo sabía siempre tragarse sus penas, para desvivirse por quien acudía en busca de su auxilio, como se acude en busca de una fuente, en medio del verano sin sombra.
Amor inmarchitable Y es que Santiago Castelo caminó por la vida como un ariete de abnegación y generosidad, derramando a su paso un torrente de dones verbales, desde el piropo improvisado al epigrama fulgurante de inteligencia, pasando por el consejo de sabiduría discreta. Recuerdo que, en una de mis últimas visitas al hospital en el que lentamente se desvanecía, me miró de súbito y me solicitó, apremiante: «Juan Manuel, pregúntame cosas sobre ABC, que no quiero irme sin que lo sepas todo». Y vaya si lo supe todo; y en cada palabra que salía de sus labios marchitos de fiebre palpitaba un amor inmarchitable del tamaño del universo, que era el tamaño exacto de su corazón. Todo ese amor lo llevo dentro de mí mientras escribo estas líneas, borrosas de las lágrimas y de recuerdos en turbamulta. Y a mis labios acude un breve poema de Castelo, dedicado a la sagrada memoria de su madre: «Viviremos / en aquellos que siguen nuestros pasos, / el nuevo niño, la boca que en el beso / busca morder la niebla y el estío... / Viviremos en albas y en ocasos / y nadie notará nuestro regreso: / la misma agua seremos de igual río...». Y es que, en efecto, nuestro amor no se extingue cuando morimos, sino que impetuoso sigue viviendo «en aquellos que siguen nuestros pasos», anegándolos con esa discreción furtiva que tiene el agua de un río. El amor, así, se hace más fuerte que la misma muerte, más cierto que la misma carne, para devolver a la vida a las personas que hemos amado. Y tú, querido José Miguel, que amaste mucho, seguirás vivo entre los amigos que no te olvidan y aspiran a llorar de dicha sobre tu hombro, allá en la resurrección de la carne.

Fdo. Juan Manuel de Prada (ABC)

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