En octubre de 2010, a la edad de 98 años, el abogado y cineasta alicantino José Ramón Clemente Torregrosa era el único superviviente del grupo de reclusos que acompañó al insigne poeta Miguel Hernández entre rejas hasta el fatídico día de su muerte. A Torregrosa, a quien rescato casi del anonimato en mi último libro «Franco con franqueza» (Plaza y Janés), no se le perdonaba que hubiese sido oficial del Ejército republicano durante la Guerra Civil ni fundador de Izquierda Republicana en Alicante, partido del que se desligó por completo en cuanto tuvo noticia de los primeros desmanes cometidos por el Frente Popular. Empezó así su periplo carcelario, que le llevó desde el penal de Santa Bárbara hasta el mismo Reformatorio de Adultos donde estaba confinado Miguel Hernández desde el 29 de junio de 1941 y con quien, por cierto, entabló una estrecha amistad.
El historiador Joaquín Santo entrevistó a Torregrosa providencialmente por última vez, pues dos años después, el 23 de junio de 2012, don Clemente falleció a punto de cumplir un siglo de existencia, desde que nació el 16 de octubre de 1912, poco antes de que asesinasen al presidente del Gobierno José Canalejas.
Instalado en la celda 22 de la cuarta galería, Miguel Hernández volvió a coincidir con Clemente, esta vez ambos privados de libertad. Se habían visto por primera vez en la terraza del Ateneo de Alicante, del cual el propio Clemente sería secretario en 1933. En plena Explanada hicieron buenas migas, truncadas por el devenir propio del poeta y las circunstancias bélicas. Miguel Hernández le pidió que no le llamase por su nombre de pila, sino «Visenterre», el apodo familiar por el que era conocido en su tierra natal de Orihuela.
En la claustrofóbica celda, de apenas dos metros y medio de largo, con un lavabo y retrete de los de suelo, llegaron a hacinarse entre siete y nueve reclusos, incluidos el poeta y Clemente. Establecieron así turnos para dormir a los que llamaron «de tresbolillo». Como ninguno de ellos deseaba pernoctar pegado al apestoso retrete, rotaban en hileras paralelas. Una luz tenue permanecía encendida toda la noche. Los primeros días, cuando Clemente se daba la vuelta en el camastro y veía a Miguel inerte con sus grandes ojos azules abiertos temía que estuviese muerto, hasta que volvía a percibir, aliviado, su respiración. El poeta padecía una exoftalmia provocada por un problema de tiroides que le impedía cerrar los ojos incluso estando dormido.
Clemente jamás olvidaría la madrugada del 28 de marzo de 1942, cuando su amigo el poeta falleció, tras una terrible agonía, a causa de una fimia pulmonar. La noticia corrió como un reguero de pólvora por todo el recinto carcelario. Llevado a hombros de compañeros y con el resto formando en el patio de la prisión, a los sones de una marcha fúnebre tocada por músicos presos, el austero ataúd de pino con los restos mortales del poeta fue conducido hasta el cementerio.
A esas alturas, Clemente Torregrosa había tenido oportunidad de entablar amistad con otro gran poeta como Federico García Lorca, y de crear años después la Asociación Independiente de Cine Amateur, de la que formaron parte Pedro Almodóvar o Alejandro Amenábar. Su padre, Federico Clemente, fue teniente de alcalde y diputado provincial de Alicante, además de presidente de la Junta de Obras del Puerto.
Entre 1930 y 1933, José Ramón estudió Derecho en Madrid, donde conoció precisamente a Lorca. Cierto día avistó un cartel en la misma facultad de Derecho donde se anunciaba un grupo teatral llamado La Barraca y le faltó tiempo para presentarse en su local, situado en un sótano detrás del Museo del Prado. «García Lorca pensó que yo –evocaba él a Rosalía Mayor, directora de la revista alicantina «El Salt», en 2004–, que en aquel entonces tenía muy buena planta, vamos que me decían mis admiradoras que era el más guapo de Alicante, podía hacer de soldado fourrier en el entremés de «El retablo de las maravillas»... Pero al final, con mi buena planta y todo, terminé de tramoyista».
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Fuente: La Razón