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Luisa Carnés cuenta los brioches

Luisa Carnés nació en Madrid (1905) y murió en México DF (1964). De clase media empobrecida, se puso a trabajar en una sombrerería a los 11 años. Fue autodidacta: observaba la realidad y leía folletones, Los hermanos Karamazov por entregas, Tolstói, Gorki, clásicos de la literatura española… De aquellos trabajos y días, pasados por el filtro de los autores rusos, surgieron Peregrinos del calvario (1923) y Natacha (1928). Luisa se hizo mecanógrafa en una editorial donde conoció a su primer marido; disfrutó de notoriedad como escritora. Después cerraron la editorial y emigraron a Algeciras, pero ella regresó a Madrid, donde trabajó en un salón de té. Siguió escribiendo novelas y cuentos y colaboró con diferentes medios periodísticos. Estalló la guerra, firmó teatro de combate en defensa de la República y estrenó con Alberti. Militó en el PCE. Se exilió a México y allí murió en un accidente de coche del que salieron ilesos marido e hijo. Luego desapareció, como muchas otras mujeres y hombres —especialmente mujeres— del imaginario cultural porque todos sabemos quiénes escriben la historia… Esta podría ser una visión acelerada de la biografía de Luisa Carnés, a quien se ha considerado “la más importante narradora del 27” o representante de la “novela social de preguerra” como Sender, César M. Arconada o Carranque de Ríos. Carnés denunció las desigualdades económicas y sociales del sistema capitalista, y se concentró en la emancipación de las mujeres a través de la lucha colectiva y la cultura; en la necesidad de que las obreras se desvincu­laran de padres, maridos, patrones y confesores, para transgredir un modelo de vida abocado a una domesticidad matrimonial o prostibularia, que a menudo se confunden. Carnés apoyó a Clara Campoamor en su defensa del sufragio femenino. Otras voces se sumaron: María Martínez Sierra, Concha Espina, Elena Fortún, María Teresa León…

 

La autora denunció las desigualdades del sistema capitalista y se concentró en la emancipación de las mujeres

De todas estas vicisitudes biográficas da cuenta Antonio Plaza en el epílogo de Tea Rooms. Mujeres obreras, una singularísima novela-reportaje a la que Carnés traslada su experiencia como empleada de un salón de té. Una voz en tercera persona focaliza la figura de Matilde, una obrera a quien el pensamiento le duele y recorre Madrid buscando empleo. La ciudad se describe con enumeraciones sensoriales que son interrumpidas por fragmentos en estilo directo, interferencias de la publicidad o la propaganda. Sobrecoge lo mucho y lo nada que hemos cambiado: ya no se fríen buñuelos en la Puerta del Sol y los turistas se hacen fotos con Minnie Mouse, pero aún existen los mendigos, los parados, las mujeres especialmente golpeadas por la crisis e invisibilizadas por la cultura. Las vertiginosas descripciones remiten a las dotes de observación de la escritora y a esos chaplinianos tiempos modernos donde las prácticas capitalistas automatizan las conductas mientras la realidad se divide entre ricos, pobres y engreídas clases medias sin conciencia de sus precariedades.

Carnés, encubierta tras la lúcida mirada de Matilde, sabe que está en el bando de los perdedores incluso antes de haber perdido una guerra. El estilo capta lo que la escritora piensa del mundo: roto, voraginoso, lleno de ruido… La visión de la pobreza no es idílica ni buenista, sino violenta, corruptora y sucia. Sin embargo, no se deposita en el individuo toda la responsabilidad de sus buenas o malas acciones. Porque Carnés no es católica: reivindica la utopía comunista subrayando el significado de la solidaridad. Tampoco ve con buenos ojos a quienes rentabilizan el relato de la pobreza, la apología del origen humilde. De esa lección deberíamos aprender los escritores de la crisis, que a veces transformamos la lacra social en eslogan.

Carnés utiliza la literatura como arma cargada de futuro sabiendo que en su destreza para controlar la clave retórica reside su eficacia. Literaria y política. Es precioso el pasaje donde cuenta por qué las mujeres pobres no se alegran con la llegada del verano mientras la fina desnudez de las mujeres pudientes se exhibe en playas cosmopolitas. En la novela se evidencia el peso literario de lo concreto: las horas de jornada laboral, la cantidad de brioches, las exactas 10 pesetas del salario, la insistencia en el número en los tiempos de escasez.

Usa la literatura como arma cargada de futuro. Sabe que en su destreza para controlar la clave retórica reside su eficacia

La novela-reportaje como género sintetiza la observación naturalista de la experiencia laboral auténtica, los diálogos de magnetofón con sus entrañables laísmos madrileños, con la esperanza utópica del lenguaje de vanguardia, las girándulas de Guillermo de Torre, los poemas de grúas de Salvat-Papasseit, el cubismo, la máquina y la reducción metonímica de la persona a su traje que tan atinadamente resume esa denuncia de la deshumanización, la razón físico-matemática y la lógica economicista, que está en la raíz de las poéticas del 27. También como los autores del 27, en Carnés se percibe cierta influencia cinéfila que cuaja en una crítica —alienación de las obreras fascinadas por los actores que van al Tea Room— y un procedimiento: la cámara congela con rapidez opresiva al hombre travestido, la mantenida por un viejo, la encargada, la adaptable Antonia, la beatona, Marta y sus hurtos, Laurita y su ingenuidad de novela que la convertirá en carnero sacrificial… Poliedro dramático de mujeres que tienen todas las de perder. Las cosas terribles suceden con la naturalidad con la que suceden las cosas terribles en las sociedades inhumanas: abortos practicados con la varilla de un paraguas roñoso, mujeres prostituidas, obreros muertos, despidos… Tea Rooms se cierra con un interrogante: “¿Cuándo será oída su voz?”. Carnés se refiere a la emanci­pación proletaria. Los lectores sospechamos que, habida cuenta de los últimos acontecimientos nacionales e internacionales, nunca hemos dejado de estar sordos.

Fuente: El País

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