No es nada nuevo que en España triunfe la ignorancia (imprudentia en latín), nuestro mayor mal. Ahora también triunfa Rodríguez, que mucho hizo por ella: la Alianza de Civilizaciones, copiada al persa Jatamí, se consolida y la derecha política, tras haberla ridiculizado tanto y con tanta razón, la abraza entusiasmada elevándola a la categoría de Doctrina de Estado y Pensamiento Único, con exclusión y aplastamiento de cualquier resistencia. La Conjura de los Necios (volvemos al latín, como en todo lo importante: nescius, «el que no sabe») que urdiera el leonés de Valladolid con feliz desparpajo, prevalece y perdura como guía al hacerla suya la España oficial, tan proclive siempre a seguir las indicaciones que le den los políticos con mando, tampoco sobrados de lecturas. Pero vayamos primero con los de fuera, obstinados en buscar coartadas justificadoras de la rendición preventiva ante el islamismo y de su escasa convicción en combatirlo.
Recientemente, la inglesa Elizabeth Drayson («The Moor’s Last Stand: How Seven Centuries of Muslim Rule in Spain Came to an End», Profile Books, 2017) nos descubre su Mediterráneo al británico modo: repitiendo los tópicos más manidos y desgastados sobre al-Andalus y –de rechazo, claro– en torno a los españoles y la maravillosa «convivencia» perdida, obviamente para instrumentalizar el pasado en los gatuperios del presente: «[Los Reyes Católicos] dieron fin a siete siglos de convivencia y prosperidad, juntos y en paz». Con lo cual demuestra sus dudosos conocimientos acerca de la Granada Nazarí, mismo dislate en que incurre la galardonada Karen Armstrong –mera proselitista del islam a base de buenismo–, cuando asegura muy convencida que la entrada de Isabel y Fernando en la ciudad fue acompañada por el «repicar de campanas jubilosas»: ignora que en Granada no había cristianos sueltos (atados había miles), que se martirizaba a los frailes misioneros y que el sultanato, en sus dos siglos largos de existencia, fue monolingüe, monocultural y de nula tolerancia religiosa. No son las únicas que creen tales cosas y que, encima, las cuentan, bien jaleadas por las nubes de hispanos, ahítos de imprudentia, mientras los soberbios timoneles al mando están persuadidos de apaciguar a los bárbaros ofreciendo presentes a sus propagandistas y amigas. La visita del Papa a Egipto escenifica bien la situación: recibido con una matanza de cristianos días antes de su llegada, despedido con otra todavía peor jornadas después de su marcha y entre medias vagas cortesías y declaraciones protocolarias por parte del gran Sheij de al-Azhar, al que no sé por qué motivo los periodistas se empecinan en denominar «Imán», que es lo que les suena.
Hace unos días, Luis Ventoso daba la voz de alarma ante la concesión del Premio Princesa de Asturias a Karen Armstrong. Y tenía razón, porque los conocimientos de la misma sobre España y más en particular en torno a al-Andalus son manifiestamente mejorables. Pero estas dos señoras inglesas no inventan nada: se limitan a calcar estereotipos con casi dos siglos encima, los creados por los viajeros románticos que difundieron la maurofilia literaria por Europa, destacando que las costumbres hispanas diferían de las «europeas» –cuando realmente diferían, o así lo entendían ellos– por su origen árabe. Los elementos centrales del carácter español, según ellos (grandilocuencia, cortesía grave, ociosidad, giros poéticos en pensamiento y lenguaje) responderían a sus raíces «árabes y orientales», pasados por el fuego arrasador de avaricia y corrupción del catolicismo inquisitorial que lo estropeó todo. Esta estúpida construcción se edifica sobre la piedra angular de al-Andalus que, objetivamente, ninguna culpa tuvo del uso que más adelante se haría de su historia: «Cuando los moros dominaban Granada, eran un pueblo más alegre que hoy. Sólo pensaban en el amor, la música y la poesía. Componían estrofas con cualquier motivo y a todas les ponían música», dice Irving.
Casi todos esos escritores –los alemanes, menos: son más serios– buscan y, naturalmente, encuentran «el Oriente» en España. Afloran la rivalidad y los enfrentamientos del pasado con nuestro país, nunca olvidados (ni ahora mismo): las riquezas naturales de España («bajo el dominio de los romanos y los moros parecía un Edén, un jardín de la abundancia y las delicias») echadas a perder por los españoles («abandono y desolación», Ford). Y «Andalucía, antaño risueño jardín transformado en lo que ahora es desde que, por la expulsión de los moros de España, fue sangrada esta tierra de la mayor parte de su población» (Borrow). Línea despectiva también adoptada por su coetáneo el historiador Lane-Poole («The Moors in Spain», Londres, 1887) y que perdura hasta nuestros días. Gautier, Poitou, Davillier, Amicis, Ford, Borrow, Maximiliano de Austria, etc. recrean la exaltación del placer sensual, del «espíritu de los califas» y, desde luego, de «la tolerancia». Y esa imagen de España y de al-Andalus en particular, cristalizada ya a mediados del XIX, con todos sus rasgos y características bien delineados, pasó de los viajeros románticos a los historiadores y eruditos que buscaban aquel paraíso sin par. Una imagen que la pereza y la comodidad se niegan a revisar ni a replantear en modo alguno, como deplora Bartolomé Bennasar refiriéndose a su país. El rizo bien rizado lo ponen los españoles –como con la Leyenda Negra, de la que forman parte estos delirios– tomando en serio y premiando semejantes dislates.
Y encontramos en respetables estudiosos contemporáneos –que en otros lugares hemos señalado adecuadamente– la misma propensión a creerse el carácter armónico y perfecto del paraíso andalusí (Lévi-Provençal y Braudel todavía mantienen las derivas neorrománticas de Dozy), un edén con tiempo ambiental fijo e inmutable, al que se endosan en el siglo IX sucesos, productos e ideas del XI, el XII o hasta el XIV o XV. Si en la vida material esto es relativamente fácil de detectar, en aspectos ideológicos o espirituales es mucho más difícil, con lo que, de manera inexcusable, terminan apareciendo los criterios, intereses y prejuicios de la actualidad. Fin de trayecto que a veces se declara desembozadamente: «La sociedad de al-Andalus, convivencial durante varios siglos, me ayudaba a comprender activamente los imperios del siglo XX» (Lucie Bolens).
Hace muchos años que vengo denunciando la falacia de presentar a al-Andalus como un paraíso. Me aburre insistir ante quienes no tienen la menor intención de escuchar, disciplina en la que los apologistas del islam a distancia son maestros. Por una vez cedo la palabra a mi colega y amiga la académica Mª Jesús Viguera, en la actualidad la mejor especialista en al-Andalus que tenemos: «En relación con la situación religiosa andalusí se ha creado el mito de la convivencialidad, como si al-Andalus fuera un paraíso de armonía, religiosa, cultural y social (…) La figuración de la convivencialidad muestra los intereses del presente en torno, sobre todo, a la situación de Oriente Medio y de la emigración en Europa…».
Y así, la España oficial impertérrita, hasta el próximo premio, el siguiente bajonazo a nuestra historia y nuestra cultura.
Fuente ABC