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Ambrosio Gallego

NADA PREGUNTO. NADA ESPERO. NADA MUERO

Por tierras de Jaén En la madrugada silenciosa,
cuando bajo al lavabo que está en el patio de la casa,
me atrae el olor del jazmín que crece junto a la puerta
sobre una gran olla de barro. Esbelto contra la pared enjalbegada deja caer
todas las noches sus flores al suelo.
El suelo queda como un malherido vendado,
casi blanco,
pero la nieve que cura está lejos. Me acerco más y aspiro cerrando los ojos.
Veo el libro que he dejado en la mesita,
en el que todavía estoy vagamente bajo sus aguas
como en este jazmín líquido. Donde nada pregunto. Nada espero. Nada muero.
(Inédito) ALUMNOS BAJO EL MORAL
Con buen tiempo, a última hora, solemos ir al patio solitario.
Se sientan bajo el moral en una ovalada mesa de piedra,
y apoyan sus apuntes sobre carpetas llenas de grafitis. Subrayad los tópicos del Siglo de Oro. Ocupamos toda la sombra. El cielo es
tres veces la tierra que vemos.
El aire se nombra en las hojas políglotas
y escucha voces, por fin sin griterío.
Ningún sonido se superpone a otro, todos
esperan su vez, y desfilan
disfrutando de su escaso instante de gloria. Subrayad sólo lo importante. Y pienso cómo
poder bajar la cabeza hasta las letras,
si hoy no ladra el sol deslumbrado tal vez
por un azul empeñado en trascender. Al rato miran lo importante porque lo contemplan. Y en medio, más que la sensación de creer vivir,
la de no poder morir.
(Inédito)
(grúa) Sube el alba persianas de arrisotados ojos.
Sabe hacerlo con mano de azucena,
no como yo que la fealdad subía
con temprano chirrido, férreamente.
¿Por qué el destino me entregó estos ruidos,
y los ruidos un óxido tan sordo?
Yo, que me hiero con la débil agua,
que me ofusco al sentir
los coches y colegios apagados,
¿cómo no me encontró llena ternura
antes que este metálico vacío
de estar solo y sin peso que respire?
Pero este sabor dura demasiado.
Domingos hacia el cine. Los veía
bajo una lluvia en paz.
Paraguas que juntaban voces romas.
Y faros alejándose.
¡Quién pudiera elevarles aquel ánimo,
aun sin la guinda del vuelo! Del libro inédito Objetos que nos hablan
REMOS POR CRUCES Sobre las dunas del Takla Makan, al noroeste de China,
clavaron remos por cruces. Pero debajo, ríos invisibles. Son estacas altas de álamos muertos,
restos de una vida remota
con agua potable, pastos y ganado.
Extrañas estelas mortuorias lo cuentan. Ahora el invierno cubre de escarcha la arena finísima
que deja a la vista tumbas profanadas.
Como siempre los vivos son el peor frío.
Lo calla el niño momificado con gorro de fieltro,
arrebatado a los brazos de su madre también muerta.
La codicia todo lo convierte en campo de batalla. Secreta necrópolis de Ayala Mazar, con remos por cruces,
con ataúdes en forma de pequeños barcos, ¿es que quieres
contarnos algo que no sepamos de la muerte?
¿Preguntarle a ella misma que dónde está su victoria? O simplemente señalas tu agua potable y profunda
que espera un nuevo y definitivo golpe de remo hacia la luz.
Tú los colocaste, amiga memoria. Parece que en lo inhóspito sólo los ojos ciegos buscan.
(Inédito)
VIEJO CON PERRO

I
El viejo no paraba de contar lo de las rosas por el mes de María,
allá en La Serena, buscando entre las huertas
las mejores rosas de agua,
cuando era sólo pantalón decía,
y los brocales rotos de los pozos de los suicidas
eran abiertas sombrillas de rosales  silvestres. Luego su abuelo, que leía pedazos de libros encontrados
en la cámara, llena de aperos y jaulas vacías,
se llevaba esas hojas con sus cabras al monte. Y volvía lleno de atajos jamás oídos. En aquellas noches de búho y lumbre, su voz
recién vestida de palabras forasteras sonaba a pasos
sobre un puente,
y de fondo la diosa radio Vanguard, decía.
II
El viejo, al mirarme, abría sus prados preferidos,
tal vez para que me tendiera debajo de sus nubes.
Sus manos casi tapaban el perrillo tembloroso entre sus rodillas.
Mientras, los aspersores zumbaban por llegar a todas partes
–así es el agua-.
Un jardinero, joven y con cresta, saludaba sin prisas.
¿A nosotros?
Trabajaba no contra el tiempo ni contra nadie. Cruzaba veloz una urraca. No, dos alegres urracas de salto en salto. Yo sonreía recolocando con pereza mi pierna escayolada.
Espinas de agua me devolvían las rosillas silvestres del viejo. Qué extraña plasticidad, lejos de las ruidosas aulas.
Todas las mañanas aquel banco y un camino aprendido,
la barbilla levantada, y en un mismo puño luz en haces,
y ramas, y cotorras argentinas, tórtolas, urracas,
semillas finísimas que de algún modo aprendieron
el esfuerzo que precede a la dicha de creer. III
Yo vine aquí hace muchos años, decía.
Ciudad de descampados con cabañas maltrechas
en las que escondíamos perros que no querían en casa.
A menudo cruzábamos por endebles tablas cloacas negras. Yo lo escuchaba mirando los garabatos del yeso,
imaginándome allá como un tarzán doloroso,
casi al tiempo que volvía su voz contra el olvido. Años de barro hasta los tobillos y extensos vertederos.
Estamos sentados sobre un vertedero
que ahora es un gran parque, decía.
Yo miraba de nuevo al joven crestado
-su labor casi cumplida-.
Palpaba la tierra que había regado.
Los insectos saltarían al vacío solo con verlo,
yéndose ya
bajo un sol heroico sobre un cielo de azul cerámica,
creciéndonos con verlo,
y yo tumbado bajo las nubes de este viejo
que ablanda sus manos contra el perro adormilado.
Para que no haya olvido, pensaba yo.
Aun con breves ojos tras casas con humo.
Para que no haya olvido
–me repetía- Nada es el recuerdo sin mañana, dijo el viejo.

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