La muestra, que estará abierta durante un año, da a conocer cómo se desarrollaban los ritos fúnebres de aquella época Los romanos querían vivir tras su 'primera muerte', la física, y evitar la 'segunda', el olvido de su recuerdo en este mundo, con una serie de ritos que desde ayer se pueden contemplar en el Museo Nacional de Arte Romano de Mérida. 'Que la tierra te sea leve' ('Sit tibis terra levis') es el epitafio que los romanos dedicaban a sus difuntos para aliviarles el peso de la muerte y es también el hombre de esta muestra, que reúne unas 200 diversas piezas. Por ejemplo, tumbas de personas incineradas o enterradas hace una veintena de siglos, piezas de cerámica o de cristal de alta calidad, en ocasiones coloreadas para hacer libaciones y ofrendas a los finados, lucernas, un espejo de plata con decoración figurada, altares, armas como puntas de lanzas y otros muchos objetos sirven para experimentar la vida romana de ultratumba. La muestra, inaugurada por la consejera extremeña de Educación y Cultura, Trinidad Nogales, y por el director del Museo, José María Álvarez Martínez, y que estará abierta durante un año tras el que las piezas se integrarán en la exposición permanente, da a conocer el papel de los enterradores, los esclavos que cuidaban de las piras y las prostitutas que ejercían entre las tumbas. También se puede comprobar que había mendigos que, acuciados por el hambre, robaban los alimentos ofrecidos a los difuntos por sus deudos. El conservador del museo y comisario de la muestra, Agustín Velázquez, dijo ayer a Efe que las piezas expuestas son «muy escogidas y de excepcional calidad», y que formaban parte de los ajuares funerarios que los familiares ofrecían a sus difuntos «para que estuvieran lo más cómodos posibles bajo la tierra». De este modo, desde ayer en Mérida se pueden seguir los ritos romanos tras la muerte e, incluso, poco antes de ella. «Cuando alguien estaba a punto de morir se le ponía en el suelo para que falleciera en contacto con la madre tierra y, a punto de suceder esto, el pariente más cercano recogía con un beso su último suspiro». «Luego aparecían los representantes de las pompas fúnebres -continúa Velázquez-, porque entonces era como ahora, y se preparaba el cuerpo con ungüentos y perfumes, y se le ponía en el atrio de su vivienda con los pies dirigidos hacia la calle para recibir el homenaje de sus familiares, vecinos y amigos». Una semana de entierro Posteriormente, el entierro, que podía durar hasta una semana. Un cortejo fúnebre, tal como se producen hoy, con plañideras o sin ellas según el presupuesto familiar, hasta la tumba, que podía ser una simple fosa común si se era pobre o hasta un palacete. El finado no permanecía sólo desde entonces ya que, tras un banquete que se celebraba en los cementerios, sus familiares volvían cada año para recordarle de una forma similar a como se hace actualmente. El objetivo era que «estuviera bien enterrado y no se disgustara en su primera muerte física y no se produjera la que más temían, la segunda muerte o desaparición de su recuerdo». Velázquez añadió que esta visión romana del más allá pervive en nosotros porque seguimos exponiendo el cadáver, damos el pésame a la familia, asistimos a banquetes, cuidamos las tumbas, vamos a los cementerios como mínimo una vez al año y en fechas fijas, y tenemos fotografías para conservar la memoria de quienes ya faltan. Otro elemento que ha vuelto con fuerza es la costumbre romana, eliminada con por el cristianismo, de incinerar a los muertos.