En la versión en línea del DRAE se incluye ya una enmienda a la palabra tableta consistente en la nueva acepción de “dispositivo electrónico portátil con pantalla táctil y múltiples prestaciones”. Se pensará que tamaña aportación se asemeja al parto de los montes, pues de lo que se trataba de corregir era el uso poco reflexivo que todavía pervive del anglicismo en masculino de impronunciable plural: los tablets. Me consta, sin embargo, que se pensó en otra solución no menos justificable, tablilla, finalmente descartada porque las bases de datos acreditaban una mayor frecuencia de uso para tableta. Con anterioridad, y ante la avalancha de anglicismos en este campo, se había discutido ya la mejor traducción de e-book. Se optó en este caso por la forma compuesta libro electrónico, con la doble acepción de dispositivo que permite almacenar, reproducir y leer libros, y de texto en formato adecuado para ser leído en tal dispositivo o en la pantalla de un ordenador. Esa dualidad se daba ya en el sustantivo desnudo: un libro es un objeto y a la vez una obra. Se escriben libros, pero también se los puede quemar. Precisamente la obra más conocida del venezolano Fernando Báez era su historia universal de la infamia de destruir libros, publicada en 2004, de la que acaba de aparecer una nueva edición. De aquel año data también otra aportación suya destacable, La destrucción cultural de Iraq, un verdadero reportaje al hilo de las guerras allí libradas contra el régimen de Hassan Hussein por los Estados Unidos y sus coaligados. El resultado ha sido ciertamente catastrófico para la preservación de las raíces de la cultura letrada, que inicia la Historia, pues si en un principio fue la palabra, la palabra escrita nació entre el Tigris y el Eúfrates, en la Mesopotamia que hoy llamamos Iraq. El libro de Báez, prologado por Noam Chomsky, le granjeó el título de persona non grata otorgado por la administración de Bush jr. Lo que ahora se nos entrega es una documentada historia del libro desde sus orígenes hasta la imprenta. Sus editores no descuidan, sin embargo, evoluciones posteriores en su colección “Señales”, que ha incluido Elogio del texto digital de José Manuel Lucía. Báez, por su parte, nos ilustra acerca del fascinante proceso al que aludían mis disquisiciones lexicográficas. Hace ya varios decenios que Walter Ong, acuñó la expresión “tecnologías de la palabra” para referirse sobre todo a la primera de ellas, y sin duda la más trascendente: la invención de la escritura fonética por los sumerios de Uruk 3500 años antes de Cristo. Báez no lo recoge en su cumplida bibliografía final, pero parece remedar a Ong cuando define el libro como “una tecnología de la memoria”, nacida para un objetivo trascendental: convertirse en “uno de los más grandes y poderosos aliados de la libertad de los individuos y los pueblos”. Pero la habilitación de un alfabeto discreto, no ideográfico o pictográfico, no fue la única tecnología puesta al servicio de este empeño. El papel resulta igualmente fundamental como soporte de la escritura para sustituir al papiro, nacido con ella, y para acabar confluyendo con el otro gran invento: la imprenta de tipos móviles. De la interconexión entre todos estos elementos da buena fe el hecho de que aunque los chinos merezcan el título de inventores del papel y de la imprenta, el aprovechamiento óptimo de ambos recursos se les resistió porque su escritura no era propiamente alfabética, sino que incluía en su versión más completa casi diez mil caracteres distintos, cuando los fenicios aportaron a los griegos un alfabeto compuesto tan solo por 22 signos. Báez documenta cumplidamente cómo el libro tuvo muchas caras como objeto, dispositivo o soporte: del bambú al bronce, de la madera a la seda, del barro o la piedra al pergamino; de la tablilla al rollo y de este, finalmente, al códice, que marcará la pauta gutenberiana. Y a la vez nos traza un exhaustivo panorama de los contextos históricos y culturales en los que se produjo su nacimiento y evolución hasta el final de la Edad Media, tanto en la tierra de sus orígenes como en el extremo oriente y la América prehispánica, sin olvidar la conexión entre la cultura originada por este dispositivo tecnológico para la memoria humana y las religiones, los Imperios, las bibliotecas, los santuarios y monasterios y las propias universidades.
Fuente: DARÍO VILLANUEVA | 17/01/2014 |