Primero en la jefatura de redacción y posteriormente en la dirección de la prestigiosa revista Cuadernos Hispanoamericanos, el poeta Félix Grande estableció durante muchos años un fluido puente con las naciones de habla castellana situadas al otro lado del Atlántico. Este hecho, quizás no tenido muy en cuenta, originó que una oleada de escritores aterrizaran en nuestro país y que tuvieran su punto de encuentro en el desaparecido Instituto de Cultura Hispánica, sede, en una de sus plantas, de la redacción de Cuadernos. Gracias a Félix, y a esa especie de intercambio de ida y vuelta, conocimos mejor, y a veces de primera mano, a Borges, a Cortázar o al nicaragüense Carlos Martínez Rivas, que nos abrió los ojos a una nueva dimensión de la palabra poética. Una labor callada, no suficientemente reconocida, pero de categórica efectividad, que le debemos al poeta de Mérida, que se crió en Tomelloso y vivió en la madrileña calle Alenza, cerca de Cuatro Caminos, visita obligada a una casa donde se celebraban veladas memorables, bajo la generosidad de las personas que la habitaban: paredes inexistentes, forradas de libros y cuadros, y en la que se percibía el delicioso aroma que salía de la cocina, donde Francisca Aguirre, gran poeta y esposa de Félix, preparaba suculentos manjares para los, casi siempre, hambrientos visitantes: “Esta casa huele a gloria,/ Dios mío, quién guisa aquí:/ aquí guisa una gitana/ que está loquita por mí”. Pero Félix Grande fue sobre todo un escritor de sobrecogedora calidad artística, cuya obra tuvo una notable incidencia en América. Premio Adonais, Nacional de Poesía o Nacional de las Letras Españolas, con La balada del abuelo Palancas obtuvo el Premio Extremadura a la Creación y la Medalla de Oro de Castilla-La Mancha. Autor de Las piedras, Música amenazada, Blanco spirituals, Las rubáiyatas de Horacio Martín, Las calles o Fábula, su último título, Libro de familia, es el recorrido a través de una lírica turbadora por el latido profundo de su misma vida: el destino, la fatalidad y el sueño. Melómano apasionado, degustador junto a Paquita y su hija Lupe de la mejor música, desde Mozart a Stravinsky o desde Miles Davis a Shostakóvich, hizo vivir en sus libros, como personajes de sombras, a Johann Sebastian Bach o a Manuel de Falla. “Me voy despacito con la música”, fueron sus últimas palabras en la madrugada del jueves, 30 de enero. Y con la música se fue el poeta, narrador, articulista, conferenciante y “guitarrista retirado”, como a él le gustaba decir, que escribió sobre el flamenco de forma admirable, cálida y apasionada. A él le adeuda el cante, la guitarra y el baile páginas imprescindibles y bellamente lúcidas. Durante muchos años, mantuvo una entrañable amistad con Paco de Lucía, sobre el que publicó libros, artículos y textos de presentación para numerosos discos. Gracias a Félix, la música de Paco es más cercana; gracias a su penetrante visión es más nuestra y gozamos de ella con más plenitud. Quizá no se pueda escribir sobre flamenco sin ardor, sin emoción, pero Félix, además, lo hacía añadiéndole el elemento compensatorio del minucioso y clarividente análisis. Si quieren ustedes saber de verdad sobre la música que él tanto amó, no dejen de leer Memoria del flamenco. Es el mejor homenaje que le podemos hacer a Félix Grande, ahora ya, para siempre, en el recuerdo.
Fuente: JOSÉ MARÍA VELÁZQUEZ-GAZTELU | 30/01/2014