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La literatura vuelve al campo

La crisis de valores que vive España ha auspiciado el resurgimiento de dos géneros narrativos olvidados por nuestra literatura y ahora rescatados por una serie de escritores de nueva hornada que, aun no habiéndose puesto de acuerdo entre ellos, coinciden en la temática de sus libros. Por un lado, tenemos la reaparición de esa novela apocalíptica anticipada en el mundo anglosajón por Cormac McCarthy (La carretera) y en el hispanoamericano por Rafael Pinedo (Plop), y cultivada en nuestro entorno por narradores tan certeros como Cristina Fallarás (Últimos días en el Puesto del Este) y Manuel Darriba (El bosque es grande y profundo), y cuyo mensaje último vendría a referenciar la destrucción de la sociedad tal y como la conocemos y la necesidad de construir, partiendo de cero, un nuevo marco de convivencia en el que no se repitan los errores del pasado. Paralelamente a este fenómeno -el cual ya empieza a agotarse como consecuencia de la saturación cinematográfica de ese tipo de historias-, se detecta también un renacimiento de un segundo género muy cultivado durante el franquismo tardío pero absolutamente abandonado por quienes tomaron el relevo de aquella etapa narrativa: la novela rural. Desde hace un par de años, se han publicado en España no pocas novelas en las que el entorno rural lo domina todo. Este neorruralismo sería, de alguna manera, el reverso literario de la narrativa apocalíptica, ya que lanzaría el mensaje de que la solución a la crisis de valores de nuestra sociedad se encuentra en una vuelta a los orígenes, en una huida de las grandes ciudades, en un intento de recuperación del Paraíso Perdido, mientras que el otro género, el apocalíptico, difundía la idea, mucho más pesimista, de que dicha solución pasaba única y exclusivamente por la destrucción del modelo social construido hasta el momento. Así pues, en esta nueva narrativa, las ciudades, que durante las tres últimas décadas habían sido el marco predilecto de los escritores para la reflexión literaria, quedan relegadas a un segundo plano y lo telúrico deviene el nuevo escenario desde donde meditar sobre el fin de la sociedad del ladrillo. Los ejemplos de esta nueva narrativa son abundantes. Quizás el más evidente, además de ser el que anunció la reaparición del género, sea Intemperie, de Jesús Carrasco, una novela en la que se nos cuenta la historia de un niño criado en un entorno rural -y delibiano- que se escapa de casa para encontrar cobijo bajo la protección de un cabrero con un código ético mucho más recto que el conocido por el chaval hasta el momento. Igualmente, el ganador del último premio Tusquets de Novela, Ginés Sánchez, nos había transportado con anterioridad a un ambiente rural, así como folklórico, en su novela Lobisón, donde nos presentaba a un personaje que arrastra la maldición de ser el séptimo hijo de un matrimonio, lo cual, según ciertas leyendas ancestrales de la España más esotérica, lo convertía en un ser abocado a la maldad. También construye Iván Repila, en El niño que robó el caballo de Atila, un universo entroncado con las leyendas órficas al presentarnos a dos chavales que, caídos en una suerte de pozo excavado en el bosque, sobreviven comiendo insectos y raíces al tiempo que se adentran en ese otro bosque llamado locura; y Manuel Darriba, en la también apocalíptica El bosque es grande y profundo, acompaña a un exiliado de la ciudad en su recorrido por un escenario selvático plagado de pequeñas comunidades que viven apartadas de esa guerra que ha destrozado la urbe. Por otra parte, las escritoras Jenn Díaz y Lara Moreno prefieren acercarse a los entornos rurales a partir de la recreación de la vida en aldeas perdidas de España, habiendo construido la primera un universo rural claustrofóbico -y rulfiano- tanto en su primera novela Belfondo como en la reciente Es un decir; y adentrándose la segunda en un pueblo semiabandonado al que llegan los protagonistas de Por si se va la luz tras abandonar la ciudad de la que están cansados. Así las cosas, es importante destacar que la propuesta de retorno a la naturaleza lanzada por los autores antes citados presenta una diferencia sustancial con la narrativa rural ejercitada durante el franquismo (Delibes, Cela, Benet, Matute) o el postfranquismo (Atxaga, Llamazares, Rivas, Mateo Díez), gran parte de la cual cayó en desuso cuando los nuevos narradores de la década de los ochenta empezaron a referirse a la misma con el nombre despectivo de la berza y cuando se puso de moda una narrativa urbana que continúa siendo la más cultivada a día de hoy. Pero la diferencia entre aquella literatura rural y la que hoy vemos resurgir estriba en que los autores de aquel entonces había nacido, se habían criado o habían conocido de primera mano los ambientes rurales, mientras que los escritores de la nueva hornada tienen asfalto en las venas y, por tanto, no se basan en sus propios recuerdos para ambientar sus novelas, sino que se enfrentan a la naturaleza como quien se encara a lo desconocido, a lo misterioso y, en consecuencia, a lo fascinante. Y esta relación de alteridad con lo telúrico, esta idealización del entorno rural, esta confrontación entre el cemento y lo vegetal, es precisamente lo que confiere a sus novelas un aire innovador. Aun así, Ginés Sánchez considera que todavía es pronto para hablar de un neorruralismo español, pero coincide en que "tal vez sea cierto que, ante la situación actual, haya escritores que estén tendiendo hacia un cierto humanismo, hacia un cierto regreso al de dónde venimos, a una cierta individualidad por oposición a la masa o a la búsqueda de refugio en ciertos valores no-de-consumo". Por su parte, Jesús Carrasco, probablemente el padre involuntario de toda esta corriente, no considera que los jóvenes escritores quieran apartarse de lo urbano, aun cuando reconoce que dicho género abunda tanto en la actualidad que cualquier novela ambientada en un pueblo destacará sobre las demás, pero señala un aspecto que tal vez ayude a comprender el notable éxito de su Intemperie: "A menudo olvidamos que España también son sus pueblos. En mi opinión, hay una visión privilegiada hacia lo urbano, fundamentalmente por los medios de comunicación, que no se corresponde con la realidad". En el caso de Iván Repila, el interés por lo rural responde más a un deseo de alejarse del "ruido acumulado" característico de la sociedad contemporánea que a un intento por adentrarse en una narrativa rural que, en su opinión, no es el resultado de un movimiento literario como tal, sino una casualidad a la que tal vez no deberíamos otorgar demasiada importancia. Y, por último, destacar la figura del lucense Manuel Darriba, un escritor que vive rodeado de bosques y que, en consecuencia, no ve nada excepcional en el hecho de escribir sobre aquello que le envuelve. Es más, a la hora de reflexionar sobre la existencia de un posible neorruralismo, prefiere destacar que la ambientación dada a su novela buscaba más la "épica de la Biblia y de las novelas y películas del Oeste" que la vindicación de un género narrativo. Resulta también curioso comprobar que las novelas antes citadas presentan, estructural y estilísticamente hablando, muchos rasgos en común, cosa harto curiosa habida cuenta de que han sido publicadas casi al alimón y que, en consecuencia, sus autores no han podido copiarse entre sí. Así, los protagonistas de esas novelas carecen en muchos casos de nombres de pila, habiendo sus autores preferido denominarlos de un modo genérico mediante el uso de unos sustantivos (el Chico, el Viajero, el Alguacil, el Pastor, el Grande...) que recuerdan a lo que ya hiciera Cormac McCarthy en La carretera, y proporcionando de este modo a las distintas novelas un carácter si cabe más universal. Además, se detecta un especial interés por no ubicar las historias en ningún contexto espacio-temporal, evitando por todos los medios cualquier referencia tanto a la zona geográfica como a la época en la que acontece la acción, lo cual confiere cierta aura mágica a las novelas y mantiene al lector en una nebulosa similar a la que se sentía cuando uno se adentraba en los territorios míticos -Región, Celama, Macondo, Comala...- de la literatura hispana. Pero, por encima de todos estos rasgos comunes, destaca el valor simbólico que todos estos autores conceden a lo rural, según el cual el hombre contemporáneo sólo recuperará su esencia enfrentándose nuevamente a la naturaleza y dándose cuenta de que, debajo del cemento, siempre habrá un pedazo de tierra dispuesta a alimentar nuestras raíces. Fuente: La Vanguardia

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