No dan envidia los últimos años de Rembrandt Harmenszoon Van Rijn (Leiden, 1606- Amsterdam, 1669). La desgracia, a veces sobrevenida y otras bien cebada por el dispendio, la excentricidad y la lujuria, se ensañó con el coloso de la pintura barroca en el otoño de su vida. Realmente no faltó de nada en aquel catálogo de espantos: la ruina, el desdén, el escándalo… y como siempre, circundándolo todo, la muerte.
En 1642, Rembrandt ve consumirse a Saskia, su mujer durante casi una década. También hubo sinsabores a su lado, es cierto: perdieron tres hijos. Pero Saskia, pariente del marchante del artista y mujer estable y pudiente, lo amarró al confort de la alta burguesía, donde el pintor era un diosecillo, bendecido por el favor de la plutocracia de Amsterdam en plena opulencia comercial.
A su muerte, ella le legó 20.000 florines. Pero con una condición un tanto puñetera: no podría volver a casarse. Se ve que conocía el paño, pues agonizaba Saskia, tal vez víctima de la tuberculosis, y el artista la pintaba y la cuidaba, sí, pero sin perder baza con una sirvienta. Muerta su esposa, el amancebamiento con la criada devino en público escándalo, con ella excomulgada de su iglesia, según declaró un edicto que refería con nombres y apellidos la coyunda adúltera con el maestro. Todo coincidió además con la quiebra y con el desdén del oficialismo, que desconfiaba del nuevo trazado más tosco y difuso del antaño impecable genio del claroscuro y los dorados.
Está pintando los cuadros más sinceros de su vida, poesía que exuda verdad. Pero va demasiado rápido para su tiempo y lo acusan de «escupir al decoro clásico». Los encargos menudean. Los gastos son los mismos (manirrotos y caprichosos). Las cuentas no cuadran. El artista hubo de vender sus bienes y mudarse a una casa más pequeña en un barrio de segunda. Atrás quedaron su mono, su armadura japonesa, sus bustos de emperadores romanos…
La amante y su naufragio
Rembrandt vive ahora de lo que va pintando y del socorro económico de su nueva amante, su ama de llaves Hendrickje Stoffels, a la que en pago hará eterna en sus cuadros, como modelo de mitologías y musa de erotismos audaces para el siglo, que es todavía el XVII. En los lienzos, ella se trata desnuda con el Rey David, o es la ninfa que se solaza en «Mujer bañándose en un arroyo», donde se inventa otro modo de visitar la intimidad. También lo ayuda en las estrecheces su hijo Tito, su único heredero varón. Pero el final es demoledor: ambos fallecen antes que el pintor, ella siete años, y él, en 1668.
Rembrandt se autorretrató ochenta veces. Existe un retrato de 1640. El pintor tiene 34 años. Su rostro rotundo y altivo, festoneado por un buen bigote rubio, es el de un rey del mundo. El hijo de un pudiente molinero de Leiden, que hasta le pagó la universidad, nos mira con legítimo orgullo. En 1663 su autorretrato lo muestra desaliñado, con los ojos comidos por la preocupación, la pena o el desconcierto. La mirada de quien ha asistido a un naufragio y no sabe por qué continúa vivo.
¿Qué hace un pintor compulsivo cuando todo se derrumba a su alrededor? Seguir pintando. Eso es lo que hizo el genio holandés y eso es lo que cuenta desde mañana en Londres una de las exposiciones más importantes del otoño pictórico europeo, «Rembrandt: Obra tardía», que permanecerá hasta el 18 de enero en la National Gallery, la maravillosa pinacoteca de Trafalgar Square.
Rembrandt y Turner crepusculares
La entrada a la muestra, que reúne 40 pinturas, 20 dibujos y 30 grabados realizados entre 1650 y 1669, cuesta 18 libras. La exposición está coproducida por el Riijksmuseum de Ámsterdam, y para allá se irá cuando caiga el telón en Inglaterra. Los amantes de la pintura que visiten Londres tienen estos días un doble aliciente, porque Rembrandt coincide con la antológica de los últimos días de Turner, que expone no muy lejos la Tate Britain.
«Incluso tres siglos y medio después de su muerte, Rembrandt continúa asombrando y sorprendiendo. Sus invenciones técnicas y profundo conocimiento de las emociones humanas son tan frescos y relevantes hoy como lo fueron en el siglo XVII», dice Besty Wieseman, la comisaria de la muestra. Humanidad. Es cierto. Las pinceladas son más bastas -se cuenta que el propio autor pedía a sus allegados que mejor contemplasen estos lienzos desde lejos-, pero en plena caída del pedestal, y con su nuevo desaliño moderno, el pintor alcanza su cénit: logra mirar dentro de los seres humanos.
Es de pararse el dibujo en el que Rembrandt eterniza el ajusticiamiento de la joven danesa Elsje Christiaens, ahorcada con solo 18 años tras haber matado con un hacha a su casera. Late toda la verdad de un doble espanto, pero cubierto por el manto de sinceridad y piedad de quien ya se sabe también derrotado.
Requiere un rato largo la ternura de «La novia judía», y, cómo no, la carga de profundidad de «Los síndicos de los pañeros de Ámsterdam», el poder mirado con un deje de burla, o tal vez simplemente retratado tal y cómo es: una ávida palpitación que aspira a rapiñar el todo. En fin, cuadros y dibujos que hay que ver en una era en que cuatro bolas de papel enrolladas, o un cartón con una raya de rotulador, constituyen, ay, material de museo, catálogo y comisario.
Fuente: ABC