CANTO TRISTE DE TRISTE RUISEÑOR En la muerte de José Miguel Santiago Castelo
Si no están los abrazos,
qué más da la poesía.
La poesía no es un bálsamo
que sirva para todo.
Las palabras no sirven
para ocultar ausencias
ni los versos alivian
la falta del cantor.
Un libro no enmascara
la pérdida del gozo
del aire compartido.
No me consuela nada
porque ya estás tan lejos,
Santiago, amigo mío,
tan lejos que ya nunca
estaremos los dos
como en aquellos tiempos,
bebiendo el mismo vino,
intercambiando risas,
o recordando sueños
hechos de vida y nubes,
hijos de un mismo sol.
No me consuela nada
que no sea reencontrarnos
y compartir historias
que los años pararon,
y acompasar latidos
de una misma ilusión.
Se me van mis amigos,
ya sabes, compañero,
se mueren mis poetas
y yo me quedo en tierra
rumiando soledades,
acumulando tardes
de luces melancólicas,
nostalgias que florecen
junto a mi corazón.
Y en esta encrucijada
no hay quilombo que ampare.
Si la muerte sentencia
no hay música, ni parches
que llenen el vacío
que a su paso dejó.
Se me van mis amigos,
me voy quedando solo
y no sé si, al quedarme,
el que se va soy yo.
No leerás estos versos
que te escribo, compadre.
Tú también te me has ido.
Me queda el resquemor
de no haberte abrazado
como te merecías,
de no besar tu frente
dormido ya, viajando
por el reposo absurdo
de tu cuerpo sin voz.
Volvió a ganar la muerte,
querido amigo mío,
y me has dejado triste,
llorando canto triste
de triste ruiseñor.
Antes de despedirme
de tu mirada exánime,
antes de que seas sueño,
recuerdo, tiempo ido,
quisiera que me hicieras
un último favor:
Sígueme la corriente.
Simula que en tu eterno
callar de amigo muerto
llega hasta ti y escuchas
la sombra de mis lágrimas,
la sangre de mi pena,
la angustia indescifrable
de estos versos amargos
con que te digo adiós.
Jaime Álvarez Buiza