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Un ‘western’ extremeño (y áureo)

El Clásico vuelve a su casa de la calle del Príncipe con ‘El alcalde de Zalamea’, de Calderón, un montaje de lo mejor, más rítmico y ceñido que brinda Helena Pimenta Dos horas de alegría: eso es lo que perdura en el recuerdo. Dos horas porque la alegría empieza en la madrileña calle del Príncipe, ante la cola de espectadores ansiosos por ver la obra, ante el cartel de “agotadas las localidades”; alegría por volver al renovado Teatro de la Comedia, que es volver a la casa del Clásico; alegría por esa obra maestra y su lenguaje rico, seco y perfumado; alegría por esas interpretaciones y por el montaje, para mi gusto (con alguna pega) de lo mejor, más rítmico y ceñido que nos ha dado Helena Pimenta. En la temporada 1635-36, el señor Calderón estaba en racha. Escribe y estrena nada menos que El mayor encanto amor, El médico de su honra, La vida es sueño, El alcalde de Zalamea, A secreto agravio, secreta venganza y No hay burlas con el amor: alta filosofía barroca, tragedias de venganza, comedias de enredo. Me gustan mucho sus piezas concentradas, que se cuentan a gran velocidad. El alcalde de Zalamea es una obra maestra por el brillo del texto y el equilibrio de los conflictos, por la estructura de esa jornada donde alternan las intrigas crecientes, las amenazadoras rondas nocturnas y las remansadas escenas de interior, por la sutileza del asalto fuera de campo y la aceleración de los sucesos, bordeando el deus ex machina pero sin caer en lo inverosímil, de cara al desenlace. Álvaro Tato, autor de la versión, resume estupendamente el argumento: “En un día, poco más, la tropa se aloja en un pueblo (¿o lo invade?), dos hombres duros se hacen amigos, una joven es raptada y violada, un hombre es ajusticiado, y una villa se alza contra un Ejército. Pocas veces el teatro áureo fluye tan feroz, inmediato y activo como en este drama”. Pedro Crespo, su protagonista, es un personaje formidable, un portento de sensatez, con la sabiduría y la malicia de un campesino griego. Es inusual, de entrada, la relación con sus hijos, hecha de respeto y comprensión. Orgulloso y dignísimo, Crespo desprecia la nobleza por decreto y su norte es el honor: quien siente el ramalazo de la honra que se lava con sangre es Juanico, su primogénito. La opción paterna es más astuta y también más oscura: una doble carambola (su nombramiento como alcalde y un conflicto jurisdiccional) le convierte en juez y parte y le permite hacer justicia o, según como se mire, cometer un asesinato legal. Carmelo Gómez, en el papel de Pedro Crespo, ha centuplicado, sin aparente esfuerzo su presencia escénica Como El caballero de Olmedo, de Lope, esta función tiene mucho de western. A Ford y a Hawks les hubiera encantado la relación entre Crespo y Don Lope, dos aristócratas del espíritu. Ben Johnson hubiera sido un Don Lope sensacional. Walter Brennan, el temible juez Roy Bean (“¡La ley al oeste del Pecos!”) sería un buen Pedro Crespo, pero estaría mejor, claro, el John Wayne de Río Bravo. Helena Pimenta muestra muy bien sus complicidades y enfrentamientos, servidas en clave de comedia áspera: el público ríe en esas escenas como pocas veces. Carmelo Gómez es Pedro Crespo. A mi parecer, este trabajo, junto con Elling en la sala Galileo, es lo mejor que ha hecho en teatro: lo más vivo, intenso y complejo. Ha centuplicado, sin aparente esfuerzo, su presencia escénica. Sobrio, natural, con los toques de humor muy bien dados, con dignidad en la humillación, con furia contenida: me hizo pensar en la bonhomía y la hondura del culminante Jesús Puente en el montaje de Alonso, en ese mismo escenario, a finales de los ochenta. Única pega: su tendencia a bajar el volumen cuando está en clave íntima, como en la escena de los consejos a su hijo. Joaquín Notario borda el rol de don Lope de Figueroa (su cansancio, su mal café por la cojera, la vejez y el desorden castrense, su progresiva identificación con Crespo: todo está matizado de maravilla) y es un regalo ver ese mano a mano. Única pega: el deslizamiento hacia lo campanudo en los finales. Rafa Castejón es Juanico, un personaje que puede propiciar el exceso pasional, y al que este notabilísimo actor sirve con claridad constante, sin emborronarlo, sujetando la rienda cuando el ansia vengativa arrecia. Nuria Gallardo es Isabel. Enormes momentos: el desgarrado monólogo (“Nunca amanezca a mis ojos la luz hermosa del día”) tras el asalto, y el conmovedor diálogo con el padre (“Álzate, Isabel, del suelo”) que viene a continuación. Ni ella ni Castejón dan la edad para ser hijos de Pedro Crespo, pero dan la verdad. Como El caballero de Olmedo, de Lope, esta función tiene mucho de western. A Ford y a Hawks les hubiera encantado la relación entre Crespo y Don Lope Jesús Noguero, otro intérprete de tronío, es don Álvaro de Ataide. Clava la sombría vileza del capitán, pero también el vuelo de su transporte amoroso, en el precioso pasaje de “En un día el sol alumbra y falta / en un día se trueca un reino todo”, una de las joyas de la pieza. Me intriga un pequeño desajuste estructural, curioso en una obra tan calculada: Calderón presenta una doble pareja de graciosos, Rebolledo y Chispa, y Don Mendo y Nuño, pero estos dos últimos desaparecen a mitad de la jornada segunda. Rebolledo es uno de los graciosos más torvos de su teatro: lo encarna muy bien David Lorente (es decir, sin hacerlo “simpático”), aunque a ratos un poco gritado. Y no le cuadra a una actriz de la delicadeza de Clara Sanchis empujar (o que le empujen) el personaje de Chispa hacia la truculencia. Me pareció un tanto acelerado el Don Mendo, “hidalgo de figura”, de Francisco Carril. De comicidad mucho más medida, en cambio, el Nuño de Álvaro de Juan. La escenografía de Max Glaenzel, que estos días tiene dos decorados en cartel (el otro es El público) es sencilla y depurada: bancadas a los lados para evocar los corrales de comedia; un alto muro de piedra blanca al fondo, que da el aire de pueblo extremeño y también de paredón. La luz de Gómez Cornejo crea el exterior ardiente y los interiores en sombra; el soberbio vestuario de Pedro Moreno enfrenta los colores oscuros y polvorientos de la milicia y la claridad de la ropa campesina. No se pierdan este espectáculo (si encuentran entradas, claro). También he visto, en el Borrás barcelonés, una sensacional puesta de Speed-the-plow, el clásico de David Mamet, retitulada Una altra pel·licula (“Otra película”) en la flamante versión catalana de Cristina Genebat. Julio Manrique firma el montaje y lo protagoniza, junto con David Selvas y Mireia Aixalà, perfectos de ritmo y de intención. Que gire, por favor.

 

Fuente: El Cultural.

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