Cuando en 1974 Jaime Gil de Biedma publicó Diario de un artista seriamente enfermo, era un hombre convencido de su valía literaria. Dos anotaciones de febrero y abril de 1960 de los diarios que ahora conocemos revelan que ya releía entonces sus notas de 1956, antes de que en 1971 emprendiera una reconstrucción larga y minuciosa. En 1987, cuando se le diagnosticó una enfermedad más seria que la tisis de 1956, amplió notablemente el libro añadiéndole textos mucho más personales, y en 1989 entregó a Carmen Balcells para su publicación el Retrato del artista en 1956, que apareció en 1991. Un cuarto de siglo después de su muerte, esta nueva edición suma al corpus el llamado Diario de ‘Moralidades’ (1959-1965), otro de 1978 y el más breve y crepuscular de 1985, lo que duplica holgadamente lo que ya conocíamos. Andreu Jaume (que ya editó el importante epistolario del escritor, El argumento de la obra. Correspondencia, en 2010) ha hecho un trabajo ejemplar como editor y anotador y ha escrito un prólogo espléndido, digno de las páginas que le siguen. Es patente, como recuerda, que el rifaciamento del diario nació como boletín del taller poético del autor y, sobre todo, como un reto de reformar la prosa española que consideraba poco apta para expresar, con sencillez, sinceridad y eficacia, la vida personal. Compartía ese sentimiento con Carlos Barral, que luego dedicó varios libros al mismo propósito, y no sé muy bien si tal era el caso de Sánchez Ferlosio y Juan Benet, cuyos modelos y objetivos fueron algo distintos. Pero cuando, en la ampliación de 1987, Gil incorporó a los asuntos de amistad y poesía páginas sobre su vida sexual y desprejuiciadas confesiones sobre sus amigos, es patente que buscó además algo más provocativo: cambiar de raíz el contenido de la intimidad en las letras españolas. Y configurar ante un lector una imagen de sí mismo. Quería que las escenas filipinas (que escandalizaron a tantos y en tantos otros provocaron una insana efusión de beatería) fueran vistas como un “dejar en suspenso toda opinión y criterio propios; interesarse de buena fe por los temas y los problemas de los demás”. Y, a la vez, demostrar que “soy todo menos espontáneo: existe un hiato intelectual que percibo demasiado bien entre el que me siento siendo y el que me siento ser y comportarse…”. Sabía, en fin, que sólo en esa duplicación se producía el mayor de sus dones: ser un poeta capaz de “el súbito don de la contemplación de un ser, de penetración de un sentido que me sobrecoge, igual que una emoción”. El bien bautizado Diario de ‘Moralidades’ (1959-1965) escolta la creación de un libro capital en la historia de la poesía española y, sin duda, el mejor de su autor. Aunque delimitó con claridad su contenido (pensó en escribir otros poemas sobre el Valle de los Caídos o sobre su recuerdo personal de Alberto Jiménez Fraud y Natalia Cossío), concibió cada uno de ellos como un ente autónomo en un concierto total, al modo de las piezas musicales: no es casual que se refiera a sus partes como “movimientos” o hable de la búsqueda de un finale certero y que, a menudo, trace un borrador o monstruo que anticipa la melodía a las palabras escogidas luego. Se sabe ya dueño de una voz (el “tono fundamental de rudeza, sabiduría erótica, cinismo y sentimentalismo”) y de su personaje (con “tono de locutor de radio o periodista”, escribe con humor), a la vez que selecciona impiadosamente los modelos y antimodelos de su escritura: nada concede a Juan Ramón Jiménez (“increíble descenso hacia la tontería pura”) y todo para Antonio Machado; elogios a Espronceda, devoción por Cernuda y tedio ante Jorge Guillén, sobre quien acaba de escribir un libro (su epitafio: “Nada más irritante que esto de desarrollar ideas viejas que han dejado de interesarnos”). El diario de 1978 es ya la obra de un poeta póstumo, como él mismo diría, que ha hecho buena su premonición de principios de 1965, un año antes de publicar en México Moralidades: “Lo malo mío es que ni siquiera tengo ambición de poder literario”, aunque ya sabe que ha logrado ser “un gran poeta…” intermitente. Las páginas de 1978 se cierran con una declaración más tajante: “Nada más triste que saber que uno sabe escribir, pero que no necesita decir nada de particular, nada en particular, ni a los demás ni a mí mismo…”. Pero no es cierto del todo. Necesitaba, cuando menos, vivir con intensidad en compañía, aunque fuera a costa de la enfermedad y del desorden y de la autocomplacencia mezclada siempre con la lucidez. “Mi felicidad no es otra en el fondo que querer y que me quieran”, confiesa tras una cena —copiosamente etílica— en una taberna de Girona. Las pocas páginas de 1985 se escribieron en la clínica de París donde estaba internado y anotan minuciosamente efectos de la medicación, llamadas telefónicas esperadas y alguna lectura: un repaso de las novelas de Henry James se alterna con las páginas de Capitalismo, socialismo y democracia, de Schumpeter, igual que en los días filipinos de 1956 las noches de orgía en los catres más sucios dejaban paso a la solemne lectura de De La Rochefoucauld en el hotel. No fue la suya una vida fácil, pero fue fiel a sí mismo, a sus versos y a sus amigos. Diarios 1956-1985. Jaime Gil de Biedma. Lumen. Barcelona, 2015. 672 páginas. 24,90 euros.
Fuente: El Cultural. El PAÍS.