La envidia, la codicia, la culpabilidad, la vergüenza, el odio y la vanidad... El último libro de Ignacio Morgado, catedrático de Psicobiología en el Instituto de Neurociencia y la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Barcelona, «Emociones corrosivas», reflexiona sobre todos esos sentimientos tan fuertemente arraigados en nuestra especie y determinantes cruciales en la historia y el destino de la humanidad. Interesantes apuntes de quien recuerda que «todas ellas son corrosivas en el sentido de que, aunque a veces hayan sido acicate o motor del progreso, cuando perduran en la mente suelen destruir lentamente la salud, el estado de ánimo y el bienestar de las personas». Y en el caso concreto, por ejemplo, del odio en Cataluña —remarca—, «destruir al convivencia».
—Las reacciones a los sentimientos negativos, ¿se heredan de padres a hijos?
—Heredar, heredar, lo que se dice heredar, hay pocos comportamientos precisos que se hereden. Otra cosa es hablar de color de los ojos. Se heredan predisposiciones. Los genes, de un modo científico, no marcan un destino inamovible. Para que seamos de determinada manera necesitamos influencias externas. Pero sí heredamos la reactividad emocional. Es decir, si vamos a reaccionar de una manera más o menos intensa o con suavidad ante determinadas frustraciones o contrariedades de la vida. Los padres que tengan hijos ya lo habrán comprobado: los primeros años de su vida algunos niños se enfadan mucho, incluso se expresan con mucha agresividad, mientras que otros pequeños aunque los frustren reaccionan con menos fuste.
Pero el que reaccionemos o no va a depender de otras circunstancias de la vida muy complejas que incluyen desde el ambiente en el que vivimos, al tipo de cultura que tenemos, las escuelas a las que vamos y los maestros que tenemos, la familia y los padres que nos han tocado, los amigos que hacemos…. Cómo sintamos el odio o no, la vergüenza o no... vienen determinadas por la cultura y las influencias que vivamos.
—La envidia del que se sienta a tu lado... ¿puede ser buena, como se dice algunas veces, o siempre es negativa?
—Para empezar, no todo el mundo es igual de propenso a envidiar al vecino. Depende. Y desear lo que tienen los demás es algo natural y a veces, hasta sano. Es más, si te alegras de que el otro tenga ciertos beneficios, eso es lo que llamamos sana envidia, o envidia benigna, que solemos decir. En cambio la envidia maligna, la verdadera, la que nos hace sufrir y nos quema por dentro, no resulta de desear lo que tiene el prójimo. Es el deseo de que el otro, el envidiado, no tenga lo que tiene, de que no sea verdad que lo tenga, de que no sea cierto su éxito o no sea tanta como parece su riqueza o aquello en lo que le va bien la vida. Esa envidia funciona además como un espejo, donde el envidioso ve reflejadas sus propias incompetencias y frustraciones. Precisamente por eso la envidia de verdad casi nunca se declara. Esa envidia se lleva por dentro, en silencio.
—¿Se envidia generalmente más al que se tiene cerca?
—Sí, la proximidad puede ser un factor altamente potenciador de la envidia. Se ha dicho, no sin falta de razón, que la envidia del amigo pueda ser peor que el odio del enemigo. Al ínclito parlamentario y primer ministro británico Winston Churchill se le atribuye una frase lapidaria muy relevante, que viene al caso, y que dice así: «En la vida hay amigos, conocidos, adversarios, enemigos... y compañeros de partido».
—La envidia... ¿es parte de la idiosincrasia española?
—La envidia es universal. En el libro lo refuto recordando un episodio de cuando la Armada inglesa intentó conquistar Cartagena de Indias y perdió ante los aciertos militares del almirante Blas de Lezo. En ambos bandos, el español y el inglés, hubo envidia entre sus ejércitos y dirigentes por ver quién capitalizaba el éxito y la derrota. En todas partes hay envidia, independientemente de nuestros orígenes patrios.
—La envidia... tampoco es entonces una cosa de los tiempos.
—La envidia es del presente, del pasado y del futuro. Vamos a seguir siendo personas envidiosas. Pero es verdad que es algo muy determinado por la cultura. No hemos descubierto una base biológica para la envidia. Parece, sí, más cultural. Por tanto, los más envidiosos son los que han sido educados en la envidia.
—Tampoco parece estar de moda educar para la humildad, y sí para la codicia.
—Y a la vez la solución para evitar la codicia también está en la educación. Un buen sistema educativo debería tener previsto el enseñar a los más jóvenes las consecuencias de la codicia, mostrándoles cómo ha servido para corroer y dinamitar a individuos, empresas y sociedades, y contraponiéndola siempre a los mejores valores de la ciudadanía y de una sociedad justa y solidaria. Pero cuidado también con el tiempo de educación que se imparta porque, como se puso de manifiesto tras un experimento, los estudiantes que habían recibido cursos de educación económica, además de tener más éxito y conseguir, como era de esperar, más dinero en juegos de economía, también mostraron actitudes menos negativas respecto a la codicia, ajena o propia. O sea que, tal y como era de esperar, el enseñar cómo ganar dinero puede servir también para estimular la codicia de quienes lo aprenden.
De todas formas, la buena noticia aquí es que la codicia tampoco es un sentimiento absolutamente generalizable, pues son muchas las personas que practican la generosidad sin mostrar comportamientos de acumulación insaciable de recursos, es decir, sin buscar mucho más de lo que ya tienen.
—La culpabilidad, la vergüenza... Dice usted que en parte son herencias judeocristianas.
—Sí, pero son reguladores sociales que hacen que las personas se entiendan mediante un ajuste de sus motivaciones. Porque cuando una persona hace algo «malo», si el otro nota su vergüenza, le perdona más que si no la muestra. La vergüenza es, en realidad, un mecanismo psicológico que ayuda a reducir la desvalorización que los demás están haciendo de ti. El sentimiento bueno, en este caso, anula el malo. Porque una emoción buena digamos que es la mejor forma de eliminar otra emoción corrosiva. De hecho las emociones malas solo se quitan con otras emociones más fuertes.
—¿Es posible crear de una forma racional otra emoción?
—Sí, utilizando la razón. La razón es muy importante para gestionar nuestras emociones. El gran valor de la razón no es triunfar, porque suelen triunfar más las emociones... El gran valor de la razón es su capacidad para modificar las emociones y ponerlas de parte de uno mismo. Eso es lo que hoy llamamos «inteligencia emocional», que no es otra cosa que la capacidad de gestionar las emociones utilizando la razón.
—El planteamiento de sustituir emociones por razón parece que va acompañado ciertas dosis de frialdad.
—Mi principal objetivo no es sustituir emociones por razón, sino explicar por qué van juntas, se acoplan y se necesitan razón y emociones. La razón sin emociones es como un general sin ejército. En definitiva, en un conflicto entre emoción y razón tendría que ganar siempre la razón. ¿Por qué no lo hace? Es muy sencillo. La razón necesita tiempo, y generalmente no se lo damos. Pero si se lo otorgamos, acaba triunfando, porque encuentra emociones aliadas que ayudan a encontrar soluciones en la línea de lo que nos conviene.
—Volviendo a la vergüenza... Un niño vergonzoso lo ha heredado de sus padres?
—Lo que se hereda es, como digo, la forma, la intensidad con que expresamos nuestras emociones, pero no la emoción misma. Que tu expreses vergüenza es algo que depende de la cultura en la que tú vivas. Por ejemplo, si te pillan fumando en un sitio donde está prohibido, te puedes sentir avergonzado, y eso no es genético. Pero la intensidad con la que muestres tu vergüenza eso sí que tiene un componente heredado.
—¿Cómo se puede modular la vergüenza, a veces incapacitante que sufren ciertos niños y adultos?
—La propensión hacia la culpa y la vergüenza se desarrolla durante la infancia y la adolescencia. Y si la persona ya es mayorcita, es muy difícil cambiarla. Lo malo que tienen las emociones corrosivas es que es muy difícil evitarlas.
—¿No hay fórmulas?
—Las fórmulas son paños calientes. Lo mejor que se puede hacer es razonar mucho sobre lo que te produce la vergüenza o la culpabilidad. Quizás así se pueda terminar viendo las cosas de otra manera. La razón tiene una fuerza extraordinaria porque modela esas emociones. Esa es su verdadera potencia. Con razonamientos modificamos nuestros sentimientos, y son los sentimientos los que nos hacen comportarnos de una manera u otra. Pero insisto, con una condición: a la razón le tienes que dar tiempo, y ya sabemos que la reacción emocional es instantánea... La razón necesita tiempo para ver ventajas donde antes solo se veían desventajas.
—Es súper interesante el capítulo de la vanidad, por actual. ¿Están haciendo las redes sociales como Instagram más vanidosos a nuestros jóvenes?
—Sí, la exposición en redes sociales es terrible, y produce en el cerebro los mismos efectos que una droga. La vanidad es un sentimiento de petulancia que en el fondo no tiene consistencia, que es humo... Este es el motivo por el cual todo vanidoso acaba siendo víctima de su propia vanidad. Una cosa es el orgullo, la autosatisfación de hacer una cosa bien hecha... Un poco de vanidad no está mal. Te puedes sentir orgulloso con tus atributos personales, laborales, físicos... El problema es cuando tu necesitas que los demás alaben esos méritos, y requieres de esas alabanzas continuamente, para todo. Cuando te vuelves ególatra, y necesitas que todo el mundo esté pendiente de ti, ser el centro de todas las miradas... Y tú no preguntas a los demás por lo suyo, eso empieza a ser ya muy malo. El principal castigo que va a sufrir una persona así es que nadie la va a querer, porque además la egolatría puede evolucionar hacia la soberbia, que es mostrar tu egolatría con violencia y humillación de los demás.
Fuente ABC