Publicado en el diario HOY de Extremadura, el día 23 de junio de 2017. Página 18.
EL ESCRITOR, INVENTOR DE MANERAS
Feliciano Correa
Si no tuviéramos letras qué difícil hubiera sido trasladar a los demás los estados de conciencia que se cuecen en nuestro interior. Las pinturas de las cuevas de Altamira o Maltravieso son otros motivos expresivos imponentes, recursos artísticos para contar algo. Esculturas ibéricas como la Dama de Elche o la Bicha de Balazote, fueron también formas de traducir el sentir. Pero llegó un día en que la palabra se hizo carne de pluma de ave entre nosotros, y luego se extendió con la invención Gutenberg, aproximándonos a la democratización de la cultura. De este modo las letras dejaron de ser reclusos encadenados a los monasterios y a las alfombras palaciegas, para arrellanarse con el pueblo.
Desde el Renacimiento para acá hemos ido arrancando conquistas a los asideros de lo conceptual. Porque la palabra, que es sobreabundancia de nuestra mismidad, no es otra cosa que el proyecto de un viaje desde lo imaginado en la mente hasta los oídos o los ojos de otros que también han de procesar lo que ven o lo que escuchan. La palabra es un malabarismo que consigue hacer expresivo al espíritu. Decía Ramón Gómez de la Serna que “la palabra no es una etimología sino un puro milagro”, sí, el milagro asombroso para hacer entendible lo intangible. Pocos piensan en la enorme fuerza de las letras escritas, al ser capaces de aposar los vocablos en el pergamino o en el papel para considerarlas luego en el matraz de la meditación.
Pero la palabra se hizo más cercana y maleable desde que algunas personas la tomaron como herramienta primera para su banco de trabajo; son los escritores. Contaba Nebrija que él puso en Alcalá “tienda de latinidad”, esto es, colocó un estrado donde expender palabras una vez ordenadas en los estantes de su gramática. Así que el escribir, que era ejercicio de muy pocos, se convirtió en el principal oficio para algunos. Y no sé bien si por voluntad, habilidad o vocación, quien escribe se engancha a ese yugo para arar en los barbechos de la lengua buscando entrelazar términos que ayuden a la comprensión creadora. El escritor es persona que tiene fe en lo que no existe, porque al alumbrar el nuevo orden de sus vocablos, lo que antes era un ente de razón lo sabe transformar en un cuerpo cierto y por ello con la posibilidad de existir físicamente vestido ya con la tinta usada. Su brega como escribidor le permite elevar en el vacío la arquitectura de un léxico estrenado haciendo de las palabras material de su albañilería. Por eso el escritor es sin duda un inventor de las maneras, alguien que con la habilidad de ensayar en ese vacío ignorado que es un papel en blanco, sabe afrontar el vértigo sofocante que trae siempre el trapecio sin red de la escritura. Dijo Umbral que él era “bestia de carga de la literatura”, y Antonio Gala se paró para señalar que “escribir es un oficio modesto y molesto”, lo que nos hace concluir diciendo que los que escribimos, medianos unos y brillantes otros, somos todos obreros esforzados para cuadrar el pentagrama de los signos convenidos y hacer inteligible aquello que elucubramos. Yo mismo señalé hace poco que escribir es como tener en las manos un arado romano; siempre hay que empujar y solo algunas veces, pocas, se hallan senderos de tierra magra y logras que ese arado que dibuja abecedario desordenado se deslice con especial complacencia y facilidad.
Hoy se escribe mucho, pero tiene el libro de papel muy serios competidores, desde el libro electrónico hasta la inteligencia artificial. Y bien sabemos, los que nos afanamos en la creación, que la mayoría de los lectores ignoran la historia de ese título antes de subirlo al escaparate. ¡Hay tanto sudor frío en la brega de esas páginas…! Pocos conocen que uno de los “aperos” imprescindibles de quien se ejercita en tal menester es la papelera, verdadero confesionario de errores, tropiezos y desganas.
Pero hoy, he de señalarlo, asistimos en el trasteo de la escritura a un desvanecimiento de las humanidades; las técnicas y las ciencias experimentales se han comido en los programas educativos lo que era sitio de la filosofía o de la historia, ignorándose que somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos. Europa es Occidente por la civilización amamantada en las ubres de la academia platónica; eso hizo que entre la ignorancia y la duda sonaras los golpes de la averiguación animando al fuego candente de aquellos silogismos helénicos. “Conócete a ti mismo” escribieron en el pronaos del templo de Apolo en Delfos, y con ello el humanismo sacó pasaporte para el fututo. Logró así saber más el hombre sobre el hombre, y tal afán se llamó más tarde humanismo, palabra que retrata el verdadero germen de la civilización que habitamos.
El discurrir en occidente para indagar sobre nosotros mismos, puede fenecer si dejamos de la mano las letras que aportan innovación creadora a lo esencialmente humano. Cada día se enriquecen los diccionarios con términos para designar los avances técnicos, pero se van aletargando las humanidades con palabras moribundas por la escasez de espacio donde cultivarlas. Falta ese oxígeno boca a boca que estimulaba antes el diario anhelo a los pensadores.
La sociedad de consumo ama el deleite instantáneo y desdeña el saber verdadero arrojando vergonzantemente al cajón de desperdicios la filosofía, el latín o la historia. Perseguimos los inventos que aportan gustos cual cosmética provisional en una noche de lentejuelas. Y vamos perdiendo, del modelo clásico, aquel afán por saber más del ser humano.
Las palabras nacieron para contar lo que sentíamos, lo que éramos, y sería una desgracia grande que los oficiantes de las letras, los escritores, cayeran en la tentación de abandonar el discurrir profundo sobre el hombre para desembocar en la futilidad. El pensamiento puro es el banco de prueba del progreso humano, y su único auxiliar verdadero ante las crisis es la palabra.