El balcón en invierno venía ya precedido por diversos signos en la narrativa de Luis Landero. La ascendencia campesina, o más bien labriega, del autor ha sido un asunto recurrente en otros títulos, especialmente en Entre líneas, donde mucho de lo que se narra en este libro recibía allí un tratamiento desligado de la ficción, aunque aún sometido a su dominio. Aquí el autor se declara, en las primeras páginas, "reñido con la literatura, saturado de ficción", de modo que este libro se presenta fruto del desengaño de las "reglas disparatadas de este oficio", para poder abrirse a la fuente originaria de la memoria, sin hacer intervenir la inventiva o la imaginación. Un libro, por tanto, que quiere acreditarse por la expresión de la experiencia directa, la afiliación a una familia y a una geografía concretas, y por la retención del tiempo vivido o la época recordada de sus ancestros; un libro que se adscribe, con complacida cordialidad, a la narración autobiográfica, escribir "sobre la vida de todos nosotros", como dirá el narrador a su madre nonagenaria, desmintiendo su reputación de mentiroso con la afirmación de que "esta vez no hay mentiras. Es un libro donde todo lo que se dice es verdad". Esta declaración se hace muy avanzado el libro; y, aunque tal vez innecesaria a esas alturas, tiene la propiedad de sanción de la persona que más claramente podría certificar su sinceridad. Porque éste es el libro de un escritor que, debatiéndose con el proyecto de una nueva novela, descubre al releer lo escrito "la insinceridad de lo que se escribe con oficio más que con devoción", y, empachado de literatura, "¡Oh, no, Dios mío, otra novela no, otra vez no!", deja a un lado las "expectativas bien urdidas" y "la música verbal que acaba siendo canto de sirenas" para preguntarse "¿dónde está en verdad la vida?", y responder al interrogante con la rememoración de una crónica familiar. La pugna entre literatura y verdad, entre el uso de los trucos retóricos de la ficción y lo que el autor llama la vida "ahí fuera, en el bicherío de la calle”, constituye la deriva que lo lleva a descreer, incluso a impugnar la ficción, como un tardío prosélito que se redime al hallar un sentido "en el oscuro y errático devenir de los años". Ese sentido, en El balcón en invierno, se pliega a la derrota de la ficción, al constatar que ya “nadie lee novelas, o al menos novelas literarias”, ya que hay otras “ofertas de ocio más fáciles, baratas e instantáneas”; y aunque no llega a afirmar que la novela vaya a desaparecer, ve su destino muy incierto, pues "cada vez habrá menos lectores". A esta quejumbre, por lo demás previsora, no cabe objetar otra predicción, pero sorprende la complicidad del autor con el espíritu del comercio. No sólo los lectores y los editores están liquidando la literatura; también el escritor, si renuncia a la obra literaria. Claro que Luis Landero no deserta del todo, sólo de la ficción, como se ha dicho, y para no quedar desasistido recurre a la socorrida oposición, muy imprecisa, entre la mentira de la ficción y la verdad de la vida. Y esa verdad consiste, para el autor de Juegos de la edad tardía, en la nostalgia del pasado, al que hace desfilar de nuevo, avivado por una memoria que no se molesta en registrar un brillo más alto que el notarial. La devoción marca aquí el tono, y la admiración por una época y unas costumbres (el mundo campesino, la vivencia del campo) que ya no volverán (“Todo, todo se perderá”) cede a una melancolía que no alcanza el pathos de la elegía, acaso porque la constatación de lo perdido no basta para recuperarlo. Se atienden hechos, comportamientos, retratos de figuras familiares; se evocan los orígenes, lo que ha constituido su persona a lo largo del tiempo, sin reparar en la conciencia moral del narrador, o más bien a su progreso, que es el tema eludido del libro, aplicado el autor a un ejercicio de conciliación afectiva sin duda válida para él, pero de limitada convicción. No obstante, El balcón en invierno es una obra de ineludible lectura, y en cierto modo modélica respecto a la confusión reinante sobre el estatuto del escritor y su infeliz lugar en el entramado de la industria del entretenimiento. Pues no deja de ser un espectáculo apreciar la desgana, o tal vez el recelo, que la literatura produce actualmente en un escritor que había hecho de los “misterios de la ficción” un instrumento de conocimiento de la realidad. A cambio, y sirviéndose desde luego de una prosa bien atemperada (aquí con su habitual tendencia paródica anestesiada para evitar los tramos que podrían llevarle a la caricatura), el escritor nos ofrece un álbum de conmovedoras fotografías, un inventario del desván de su memoria, toda esa panoplia vehemente de indudable efecto emocional que ni al lector más prevenido dejará indiferente.
Fuente: El País