Que Wittgenstein es uno de los grandes nombres de la filosofía del siglo XX es indiscutible. En sus «Investigaciones filosóficas», que se edita con nueva traducción, aborda los dilemas del lenguaje, el verdadero sentido de las palabras
De las «Investigaciones filosóficas» había ya una edición bilingüe, ¿por qué una nueva? Pues porque ha cambiado el original y se imponía una nueva traducción. Estamos ante un libro póstumo que el autor dejó inacabado cuando murió en 1951 y los expertos han podido sopesar en todos estos años las distintas versiones (hubo cinco) hasta dar con la formulación más elaborada, sin olvidar que las traducciones que hasta ahora circulaban miraban de reojo la versión inglesa de G. E. M. Ascombe que conocía bien a Wittgenstein, pero no tan bien el alemán. Hay errores de bulto y no tuvo en cuenta todas las variantes. Por otro lado, en la traducción española de la editorial Crítica se notaba demasiado que había dos traductores no siempre bien coordinados. El resultado es esta excelente edición de Jesús Padilla quien traduce, introduce y anota el texto, producida en la factoría Trotta Editorial con su habitual pulcritud y calidad. El lector dispone ahora de una traducción y unas anotaciones que le permitirán entender mejor la revolución lingüística que protagonizaron estas «Investigaciones filosóficas».
Wittgenstein se decide a publicar este libro tras veinte años de silencio a instancia de sus alumnos, pero también urgido por la necesidad de corregir los errores de su temprana obra, el «Tractatus logico-philosophicus», que le había lanzado a la fama. Si en sus años mozos pensó que podía conocer la estructura del mundo a través del lenguaje ideal de la lógica, ahora dudaba de que un lenguaje supuestamente perfecto sirviera para descerrajar la realidad, de ahí el nuevo proyecto que, para Jesús Padilla, es «una de las obras cumbre del siglo XX».
Ahí está él como terapeuta dispuesto a curar enfermedades del pensamiento, empezando por el suyo
Lo que es indudable es que el autor ocupa un lugar singular en el seno de la filosofía, nada dispuesto, desde luego, a prolongar esa tradición sino más bien a reformarla y reorientarla. No hay nada en él de la épica filosófica que se echa a la espalda preguntas por el sentido de la vida o tales como qué debo hacer o qué me cabe esperar. Antes que agotarnos en responder a esas solemnes interrogaciones lo que procede es saber qué decimos cuando hablamos. Porque el lenguaje es como una taza de té que admite líquido pero sólo un poco. No es mucho lo que podemos decir cuando hablamos. Es más lo que no podemos decir, aunque a veces lo podamos vivir.
Modelo reductor
Hay que renunciar a «hacer teoría», que son ganas de embutir la variedad del mundo en un modelo reductor (idealismo llamaba él a esa manía de la filosofía platónica de reducir la riqueza de la realidad a un único elemento, llamado esencia); ni siquiera vale la pena preguntarse por las causas de las cosas: nos puede pasar lo mismo que a esos turistas japoneses que pasean por el interior de Nôtre Dâme de París haciendo fotos sin mirar lo que ven. De ahí su consejo: «no pienses sino mira».
La filosofía padece la enfermedad crónica de la confusión al enredarse con preguntas que no tienen respuestas e imaginando problemas que sólo existen en su imaginación. Pero ahí está él como terapeuta dispuesto a curar las enfermedades del pensamiento, empezando por el suyo. Si en su juventud soñó con un lenguaje ideal ahora descubre que el remedio está en el lenguaje de cada día. El análisis lingüístico, santo y seña de su filosofía, tiene que ocuparse del lenguaje ordinario. Y no es que él piense que hablar en castizo nos revele el verdadero sentido del mundo o de las palabras. No. Lo que pasa es que ahí vemos cómo se usan las palabras. El significado está en el uso. El significado de una proposición viene dado por los contextos prácticos y sociales en que se usa. El lenguaje puede así ser comparado a un juego que se juega de acuerdo a determinadas reglas que hay que descubrir en cada caso. La metáfora «juegos del lenguaje» se ha convertido en mascota de su propuesta filosófica.
Que Wittgenstein es uno de los grandes nombres de la filosofía del siglo XX es indiscutible. Son legión los que le siguen si bien es verdad que andan mal avenidos. Los hay que, anclados en la última frase del «Tractatus» que aconseja callar cuando no hay nada que decir, remiten, como dice el editor, «la ética y la metafísica al reino místico de lo inefable»; pero los hay también que se esfuerzan en ver continuidad en el pensamiento wittgensteiniano a pesar de sus cortes. En cualquier caso, muchos, como la chilena Carla Cordua, echa de menos el escaso seguimiento del consejo del autor cuando recomendaba leerle como quien sube por una escalera de mano para tirarla cuando se ha llegado arriba. Manda el escolasticismo.
Crítica malhumorada
Estamos ante una potente reedición de una obra capital, de ahí que proceda preguntarse por la actualidad de su pensamiento. Más allá del valor intrínseco de su filosofía, que es indiscutible, habría que interesarse por el lugar práctico de este tipo de pensamientos que parecen atemporales y al abrigo de cualquier práctica política o ideológica. Habermas anota que la recepción en Alemania de este exiliado supuso un éxito total, pese a presentarse como la vanguardia de una filosofía analítica extraña a las tradiciones germanas.
La razón del éxito se debió, dice maliciosamente, a su carácter conservador. La crítica lingüística se desentiende de la crítica de la sociedad por eso los alemanes adoptaron enseguida a Wittgenstein y nada querían saber, por ejemplo, de un Marcuse «capaz de cuestionar los contextos de los juegos del lenguaje en los que estos están enraizados». También habría que tener en cuenta la crítica malhumorada de un Jorge Semprún cuando, desde la experiencia del campo de concentración, le motejaba de salud por decir que «la muerte no era un acontecimiento de la vida». Para él y los suyos el morir era el lugar de la batalla definitiva contra la inhumanidad de sus carceleros que se arrogaban el derecho a decidir cuándo y cómo los deportados tenían que ser muertos. Semprún acudía a la cabecera de los moribundos para decirles que habían escogido morir por la libertad; que no morían porque les mataban sino porque había decidido libremente exponer la vida. Para ellos la muerte formaba parte de la vida y decir lo contrario era hacer el juego al hitlerismo. Por eso le insultó.
Destino judío
Esta voz que viene de los campos hace inevitable la pregunta por el Wittgenstein judío. Sabemos que coincidió en la escuela de Linz con Hitler, que se alistó en la Gran Guerra porque se sentía alemán, que se exilió cuando el «Anschluss» de Austria, que quiso volver a la guerra en 1941 esta vez contra Alemania, que su familia pese a su dinero no escapó del todo al destino de su pueblo… Pero más allá de estos datos biográficos está su preocupación por el lenguaje. Habermas recurre a una idea de otro judío, Franz Rosenzweig, el padre de la lingüística judía alemana, para ubicar adecuadamente a Ludwig Wittgenstein: «nada hay más judío que una última desconfianza en el poder de la palabra y una íntima confianza en el poder del silencio». Wittgenstein supo poner límites a las palabras y se planteó, respecto a lo que quedaba fuera, no guardar silencio, sino guardar al silencio, esto es, hacerle elocuente. En esta tradición su pensamiento es perfectamente reconocible aunque su genio logró darle una proyección de la que había carecido antes.
Fuente: ABC