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La Junta de Extremadura ha convocado el 28 de diciembre un concurso de arquitectura para el proyecto y dirección de las obras de la nueva Facultad de Medicina en Badajoz. El martes, día 9, se publicó en el diario HOY la noticia de que el Colegio Oficial de Arquitectos de Extremadura (COADE) ha recurrido las condiciones del concurso.

Es una buena noticia que los Colegios de arquitectos se opongan a este tipo de concursos.

Presentarse a cualquier clase de concurso supone para el arquitecto un sacrificio de gran envergadura, tanto por el trabajo, como por la inversión económica que tiene que hacer. Es decir, los dos meses que se ofrecen en las bases para presentar las propuestas, exigen una dedicación casi en exclusiva de un equipo de varios técnicos que unido al coste de maquetas, paneles, infografías, honorarios de colaboradores... etcétera, presenta un sobreesfuerzo que, en sí mismo, pocos estudios pueden hacer, pero si además no se ofrecen garantías suficientes de que se valorará la propuesta arquitectónica debidamente, es mejor no presentarse.

Las propuestas tienen que estar entregadas en dos meses y se piden todos los planos necesarios que contenga la génesis del proyecto.

Dada la grave crisis que atraviesa la profesión en los últimos diez años, los estudios de arquitectura que todavía no han cerrado y se encuentran en activo, intentarán presentarse al singular reto que supone el proyecto de una Facultad.

Aunque posteriormente, durante el plazo de un año, se desarrolle el proyecto ganador y se definan los detalles y acabados, en los planos del concurso se encuentra el trabajo más intenso y más personal del arquitecto, es decir, lo que sabemos hacer los arquitectos, a diferencia de otros técnicos, es proyectar espacios, circulaciones, volúmenes... etcétera, y eso se refleja en los cuatro paneles que se piden y se necesita un estudio meticuloso y exhaustivo que no permite ningún tipo de frivolidad si se quiere tener la más mínima posibilidad de ofrecer una propuesta interesante.

Pues bien, la Junta de Extremadura convoca un concurso en cuyas bases se explica el procedimiento según el cual se valorará este trabajo y que el jurado tendrá que puntuar de acuerdo con dichas bases, ofreciendo una puntuación máxima a la propuesta arquitectónica de 39 puntos sobre 100 y, en cambio, puntuará con 55 puntos sobre 100 la rebaja de honorarios que esté dispuesto a presentar el arquitecto. En resumen, se valora mucho más la baja de honorarios que el trabajo de esos dos meses y el proyecto que contiene.

En estas condiciones nos parece un suicidio presentarse y sólo se explica que haya muchos equipos que lo hagan debido a la falta brutal de trabajo.

Somos conscientes de que muchos arquitectos se presentarán y beberán de este agua envenenada en medio del desierto desolador que tiene la profesión en estos momentos.

El decano del Colegio (COADE) propone con toda la razón que, en estos casos y con un proyecto tan importante, se debe convocar un Concurso de Ideas bajo lema totalmente anónimo, y al que pueda acudir cualquier arquitecto. Y, por supuesto, donde solamente se valore la propuesta arquitectónica.

Cualquier alumno que finalice la carrera y obtenga el título de arquitecto está plenamente capacitado para proyectar una Facultad.

¿Nos extrañaría ver que para optar a una plaza de médico en el Hospital Infanta Cristina se pusiera la puntuación más alta para adjudicar dicha plaza al aspirante que ofrezca una rebaja de sus honorarios? Creo que nos parecería una locura, porque se trata de nuestra salud y queremos que la obtenga el más brillante de los médicos y no el que menos sueldo cobre.

¿Por qué no pensamos lo mismo del arquitecto? ¿O no es importante tener un buen edificio y más una Facultad donde se formarán los médicos del futuro?

Un buen proyecto terminará por conseguir una gran obra arquitectónica para los próximos 50 años, mientras que un mal proyecto, lleno de irregularidades, producirá un edificio lleno de problemas de todo tipo, sin posibilidad alguna de recuperación. Por otro lado, el arquitecto o equipo ganador tendrá graves problemas para concluir su trabajo, con las exigencias mínimas que exige la normativa actual, al no poder afrontar ni siquiera el coste que conlleva.

Esperemos que se reflexione y se dejen de convocar concursos de arquitectura por medio de este procedimiento que lo único que pueden aportar es que se elijan, en muchos casos, malos proyectos que sólo tengan el valor de ser los más baratos.

Pero lo que «mal empieza mal acaba» y creemos que todavía se está a tiempo de rectificar y no tener que arrepentirse en el futuro.

Una Facultad de Medicina es una de las obras más importantes que se nos puede presentar en nuestra profesión, ya que el resultado repercutirá en nuestra sociedad, en nuestra región y, en definitiva, en nuestra trayectoria vital.

Fuente HOY

Uno de los referentes del arte contemporáneo en Cáceres no abrirá ya más sus puertas. La galería Casa Sin Fin se despidió el sábado de su público y cerró la puerta a «unos años muy estimulantes» como califican los responsables de este proyecto la andadura de este espacio en la ciudad y también en Madrid, donde abrieron la segunda sede que ahora también echa el cierre. La razón en ambos casos es la enfermedad de uno de los dos socios del proyecto, Julián Rodríguez «que le impedirá seguir al frente de la galería en Madrid como es debido», explica Juan Luis López Espada, la otra mitad. «En esta situación no podemos estar recibiendo a gente o cambiando cada mes y medio la exposición», detalla sobre las razones que les han llevado a optar de forma prematura por la clausura. En todo caso, «cerramos al público, pero continuaremos con los trabajos de diseño editorial y mantenemos la relación con los artistas y con las galerías», matiza el galerista.

Casa Sin Fin nació en Cáceres en el año 2010. El 19 de junio de ese año abría sus puertas en la calle Pizarro con la exposición Blow up blow up del fotógrafo catalán Joan Fontcuberta.

«El punto del que partíamos era mezclar la literatura, arte y diseño», recuerda López sobre la esencia de Casa Sin Fin. De hecho esa primera exposición, por ejemplo, se complementaba con el volumen del mismo título coeditado junto a la editorial Periférica que dirige el propio Julián Rodríguez. La vocación siempre fue la de acercar los grandes nombres del arte contemporáneo a la calle. Primero se abrió la sede de Cáceres y poco después dieron el salto con la sucursal de Madrid, paradojicamente en ambos casos en las inmediaciones de la sede de la Fundación Helga de Alvear, que también se abría paso en esos momentos en Cáceres.

«Hemos tenido la suerte, a pesar de la juventud de la galería, de conformar una importante nómina de autores que incluye a los que son, para nosotros, algunos de los principales artistas españoles de este período: les estamos muy agradecidos a todos», recoge la carta de despedida que firman los dos socios. En ella ponen de manifiesto que durante su andadura «hemos trabajado duramente en un espacio que podríamos llamar los ‘intersticios del mercado’»; aunque matizan que la vocación «ha sido en todo momento el de mantenernos al margen del mismo lo suficiente, más interesados en la reflexión, e incluso en la evocación, que en la parte efímera de aquello que algunos llaman actualidad». Desde ayer Casa Sin Fin ya no está y sin ellos Cáceres pierde a uno de los referentes del arte en la ciudad.

Fuente ELPERIODICOEXTREMADURA

Andalucía despide a uno de sus hijos predilectos en el mundo de las letras porque ayer, en el hospital de la Cruz Roja de Córdoba, moría a los noventa y cuatro años el poeta Pablo García Baena. Lo fue así incluso oficialmente, al recibir el nombramiento de Hijo Predilecto de Andalucía, reconocimiento que se sumaba a otros muchos de enorme calado, como el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1984, aparte del Premio Andalucía de las Letras en 1992, el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 2008 y el Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca en 2012. El poeta murió por causas naturales donde nació, en 1929, donde se formó como estudiante en el colegio Francés y en la Escuela de Artes y Oficios. Precoz lector de poesía mística, la vocación literaria penetró pronto en él, en especial gracias a san Juan de la Cruz, sobre el que estrenó en su ciudad natal una obra a partir de cuatro de sus poemas en 1942.

Esa década de los años cuarenta resulta clave para García Baena, al debutar como poeta con su poemario «Rumor oculto», en 1946, y con la creación, junto con los poetas Ricardo Molina, Juan Bernier y Julio Aumente, y los dibujantes Miguel del Moral y Ginés Liébana, de la que sería la mítica revista «Cántico», que aglutinaría algunas de las mejores poéticas de la época. El que sería llamado asimismo Grupo Cántico se sentiría deudor de los poetas de la Generación del 27, y en el caso de García Baena, también de Juan Ramón Jiménez, como se aprecia en ese primer libro. Le seguirían otros como «Mientras cantan los pájaros» (1948), «Antiguo muchacho» (1950), «Junio» (1957), «Almoneda» (1971), «Antes que el tiempo acabe» (1978), «Fieles guirnaldas fugitivas» (1984)...

La obra vastísima de García Baena –el lector podrá conocer toda su evolución en «Poesía completa (1940-2008)», que publicó la editorial Visor hace diez años– se basa en una entrega estilística encomiable; una poesía de gran brillantez léxica, sonora y sensitiva que, según Fernando Ortiz, «aúna sensualidad y profundidad en un lenguaje de complicada y precisa perfección técnica que, en parte, viene de los grandes maestros del Siglo de Oro, señaladamente Góngora». El propio autor se reconocía en esa inercia y hasta la adscribía a su origen cordobés, en referencia al verso ornamentado de su ilustre antecesor. Siempre se sintió poeta de nacimiento, para quien valores como la belleza y la imaginación primaban por encima de todo, como expresaba el Grupo Cántico, y sin embargo, desde 1965, cuando se trasladó a Málaga para dedicarse a regentar una tienda de antigüedades, dejó de escribir y publicar durante más quince años. Pero entonces su llama poética volvió a arder, y con ella la mirada de los historiadores de la literatura, como el caso del estudio y antología de Guillermo Carnero «El grupo Cántico de Córdoba. Un episodio clave de la historia de la poesía española de postguerra», con el que se hacía justicia a toda una generación y a un poeta que ya se convertiría en todo un clásico vivo.

 Fuente LARAZON

EL HIPÓDROMO DE la Zarzuela de Madrid, con sus espectaculares tribunas y las desafiantes cubiertas en voladizo, forma parte de los anales de la arquitectura. También el edificio Focsa de La Habana, ese “libro abierto” de 39 plantas, inspirado en Le Corbusier, que dialoga con la bahía y el malecón de la capital cubana. Detrás de estas dos obras tan emblemáticas, tan estudiadas, tan diseccionadas, se esconde, curiosamente, un fantasma. Un nombre que no figura en los libros ni en las publicaciones especializadas. No es un error. Es el olvido al que dos dictaduras, la de Francisco Franco y la de Fidel Castro, condenaron a un hombre liberal e íntegro: el arquitecto vasco Martín Domínguez Esteban (1897-1970).

Durante décadas, el hipódromo, proyectado en 1934, se adjudicó oficialmente al ingeniero Eduardo Torroja. Los otros coautores, Martín Domínguez y Carlos Arniches, fueron borrados de la memoria. El edificio Focsa aparece asignado al arquitecto Ernesto Gómez Sampera. Martín Domínguez es ignorado en las guías de arquitectura cubana, incluso en la que editó en 1998 la Junta de Andalucía con las autoridades de La Habana.

Domínguez engrosó la lista de arquitectos condenados al exilio o al ostracismo tras la Guerra Civil, muchos de ellos depurados, como Josep Lluís Sert, Manuel Sánchez Arcas, Félix Candela, Carlos Arniches o Arturo Sáenz de la Calzada, en lo que supuso el desmantelamiento de la vigorosa arquitectura española de la primera mitad del siglo XX. En el caso de Martín Domínguez, el exilio fue doble: primero a Cuba, con 40 años, y luego a Estados Unidos, ya con 62. Pero sus derrotas personales frente a los totalitarismos nunca le apartaron de su compromiso: poner la arquitectura al servicio de la sociedad. Murió en Nueva York en 1970. Hoy, el tesón de su hijo, el también arquitecto Martín Domínguez Ruz, y de Pablo Rabasco, profesor titular de Historia del Arte de la Universidad de Córdoba, ha permitido rescatar un legado y una biografía memorables.

MADRID. Sueños frustrados. “Mira los arcos. Marcan el ritmo de todo el edificio. El ritmo del galope de un caballo”. Un ritmo acompasado por las cubiertas onduladas de las tribunas de espectadores. A unos cuantos metros, los cascos de los purasangres retumban en la pista. Martín Domínguez Ruz tiene 72 años. A los 23 pisó por primera vez el Hipódromo de la Zarzuela, en el madrileño Monte de El Pardo. Corría 1968 y tomó unas fotos que de vuelta a Nueva York mostró a su padre, Martín Domínguez Esteban. El arquitecto vasco, uno de los tres autores de aquel proyecto, nunca pudo ver la obra acabada. Los trabajos llevaban dos años cuando estalló la Guerra Civil, en 1936. “Mi padre marchó al exilio. A Carlos Arniches, que se quedó, lo represaliaron y no pudo terminarla. El ingeniero Eduardo Torroja sí pudo seguir y se mantuvo fiel a los planos”.

Como buen arquitecto, a Martín le gusta desgranar la filosofía que subyace a la estructura. El hipódromo es una proeza técnica, sí, pero también una manera de entender un momento histórico. “Mi padre y Arniches quisieron recrear un pueblo en fiestas, donde se mezcla lo elitista con lo popular, lo tradicional con lo moderno. Un entramado de espacios que invita al paseo y al encuentro con los yoqueis y los caballos, con el paddock en el centro, rodeado de soportales, como en las corridas en la plaza central de Sepúlveda en las fiestas patronales”. Todo ello combinado con un gran desafío técnico: las grandes marquesinas de hormigón armado que parecen ondear sobre las tribunas y que se sujetan con su propio peso al hall de entrada.

Los muros encalados y las cubiertas de teja árabe desataron en su día las críticas de los ortodoxos de la vanguardia. Pero Arniches y Domínguez no querían romper con el pasado. Se trataba de ir al futuro partiendo de las propias tradiciones, muy en el espíritu humanista de la Institución Libre de Enseñanza y la Residencia de Estudiantes, donde Domínguez se alojó entre 1918 y 1925. Su hijo traza un paralelismo con el proyecto teatral de La Barraca, de Federico García Lorca, amigo de su padre. “Querían transformar una sociedad agraria y caciquil en otra más justa, más moderna y más ilustrada a través del lenguaje arquitectónico”. Y aquí llega el momento de poner las cosas en su sitio. “El hipódromo es una obra unitaria. Es fruto del diálogo entre dos arquitectos y un ingeniero, que unen dos tradiciones constructivas contrapuestas. Ha habido historiadores que han tenido la temeridad de decir que las tribunas eran de Eduardo Torroja, y eso era conveniente porque Arniches y Domínguez no contaban con las simpatías del régimen. La realidad es que fue una obra conjunta de tres profesionales que se respetaban, y en la memoria se dice muy claramente. Esto sin Torroja no hubiera sido así, pero sin los arquitectos tampoco”.

Hasta 1936, la carrera de Martín Domínguez parecía imparable. Procedente de una familia de la alta burguesía de San Sebastián, compartía su estudio, ubicado en el hotel Palace, con Carlos Arniches, al que había conocido en 1924. Ambos participan de lleno en el movimiento modernizador que se abre paso en España. Se implican en la construcción de los Albergues de Carretera del Patronato Nacional de Turismo (semilla de los Paradores Nacionales), una iniciativa de 1928 para fomentar el turismo con automóviles y actualizar las espantosas infraestructuras hosteleras del interior del país. Proyectan poblados agrícolas y colaboran con su mentor, Secundino Zuazo, en la construcción de los Nuevos Ministerios. Y se vuelcan en el proyecto de renovación pedagógica, con la obra del Instituto Escuela y el Parvulario (hoy, el instituto Ramiro de Maeztu) y el Auditórium de la Residencia de Estudiantes en la calle de Serrano (destruido nada más acabar la guerra y reconvertido por Miguel Fisac en la capilla del Espíritu Santo).

Cuando estalla la contienda, Martín Domínguez se ofrece a la capitanía general para realizar con otros arquitectos los planos de las defensas de Madrid, que serían construidas por obreros desempleados. Los sindicatos rechazan el plan. “Mi padre vio ahí que la guerra estaba perdida. Y así se lo dijo a Juan Negrín”, recuerda su hijo. En diciembre de 1936. Martín Domínguez cruza a pie la frontera francesa. Lluís Companys ha intercedido con el líder de la CNT para que le den el salvoconducto (“tiene cara de simpático, le dejamos salir”, le dijo el jefe sindical). Acaba en Amberes y se embarca en un buque rumbo a Veracruz. De ahí viajaría a Estados Unidos. El barco hace una escala de dos semanas en La Habana. Y el arquitecto cambia sus planes y decide quedarse en tierra. Carlos Arniches, por su parte, se enclaustra en un exilio interior hasta su muerte, en Madrid en 1958. En esos años construyó los poblados de colonización de Algallarín (Córdoba) y Gévora (Badajoz) o el Centro de Estudios del Tabaco, en Sevilla.

LA HABANA. Los años dorados. Abril de 2017. Martín Domínguez Ruz explica en la Escuela de Arquitectura de Cuba el proceso de creación del Hipódromo de la Zarzuela con las mismas diapositivas que usaba su padre. Hacía 58 años que no pisaba su país natal, que dejó siendo adolescente. El reencuentro le provoca sensaciones encontradas. “Nunca había visto tantos policías y militares juntos. Pero luego dices… Dios, qué ciudad tan bella. Y el contacto con la gente no oficial es tan amable y tan cálido. Encontré muy pocas personas afectas al régimen”. Decidió regresar junto a Pablo Rabasco para buscar las huellas de su progenitor, sobre todo las viviendas públicas que desarrolló en varios barrios habaneros. Pero ninguno de los expertos los ayuda. “Sus carreras peligraban. Resulta que el que hizo esos planos no fue un hombre nuevo guevarista, sino un señor liberal y demócrata, salido de Cuba y denominado después ‘gusano’. Así que ahora los autores han pasado a ser arquitectos revolucionarios del Instituto Nacional de la Vivienda. Cambiar el relato va a ser difícil”.

La Cuba que conoció Martín Domínguez padre era muy diferente. Un país efervescente, con una economía boyante y una agitada vida cultural. Pero había un problema: el Colegio de Arquitectos se negó a reconocer su título profesional. “Fue por corporativismo. En mi certificado de nacimiento, de 1945, figura que soy hijo de Josefina Ruz, secretaria y trabajadora del hogar, y de Martín Domínguez Esteban, decorador de interiores. Se presentaba así, con su guasa”. Pese a todo, Domínguez pronto empieza a destacar. Se asocia con otros arquitectos y firma los planos como tesorero o como ingeniero. Con Miguel Gastón construye para el grupo de comunicación CMQ, el más importante de Cuba, el edificio Radiocentro, en el barrio del Vedado. Terminado en 1947, fue el primer complejo multifuncional del país, con comercios, oficinas, estudios de radio y televisión y el cine Warner (hoy, Yara). Walter Gropius, el fundador de la Escuela de la Bauhaus, lo alabó en una visita a La Habana.

Precisamente para dar alojamiento a los empleados de la emisora surge el proyecto más audaz de Martín Domínguez en Cuba: el edificio FOCSA (Fomento de Obras y Construcciones, SA), realizado con Ernesto Gómez Sampera. El edificio, de 39 plantas (en su momento era el segundo más alto del mundo en estructura de hormigón), se planteó como una pequeña ciudad autosuficiente, siguiendo los parámetros de Le Corbusier, uno de los grandes referentes de Martín Domínguez, y a quien conoció en la Residencia de Estudiantes. El inmueble se estructuraba en dos alas que partían de una charnela central y su juego de niveles constituía un alarde técnico. El FOCSA debería haber recibido la medalla de oro del Colegio de Arquitectos de 1957, pero el asalto al palacio presidencial provocó la cancelación de la convocatoria. Fue un presagio de la inestabilidad política que se avecinaba y cristalizó con la revolución de enero de 1959.

Para entonces Martín Domínguez se había implicado en la construcción de viviendas sociales para sindicatos, en terrenos comprados por la compañía FOCSA. Tras el triunfo de la revolución, el arquitecto recomienda a los dueños que vendan los terrenos al Estado, antes de que los confisquen. “Mi padre lo vio venir todo desde el principio, por su experiencia en el lado republicano. Pronto identificó los discursos de Fidel Castro con los de la Pasionaria. ‘Esto ya lo he oído yo antes’, decía. Sabía muy bien a dónde iba aquello. Mi madre no, pero él sí”. La junta de FOCSA le envía a hablar con el Che Guevara, que llevaba el Ministerio de Hacienda y la Fortaleza de La Cabaña. “Ahí todas las mañanas fusilaban gente. Las ráfagas se oían en toda La Habana. Negocia con él y venden los terrenos por debajo del precio de adquisición, claro. Luego el Che lo invita a cenar”. Y ahí Martín Domínguez sella su suerte. El comandante Guevara quiere saber más de él. “Bueno, Domínguez, usted es republicano español. ¿Y cuáles son sus ideas?”. “¿Mis ideas?”. “Sí, sus ideas”. “Pues desde el punto de vista personal soy conservador, y desde el punto de vista político soy liberal”. A partir de aquella conversación empezaron a llegarle agitadores a las obras, para sublevar a los obreros. Entre tanto, Domínguez, junto a Gómez Sampera e Ysrael Seinuk, había presentado el proyecto del edificio Libertad, un espectacular rascacielos de 50 plantas, a un concurso oficial para conmemorar la revolución. “El jurado de arquitectos iba a darles el primer premio. Mi padre no figuraba, claro, pero cuando le enseñan el proyecto a Fidel, dice que no lo acepta, y que ese gallego no vuelve a construir en Cuba”.

ITHACA. Fin del trayecto. Martín Domínguez sabe que ha llegado la hora de volver a partir al exilio. Acepta una propuesta de trabajo de la prestigiosa universidad Cooper Union, en Nueva York, y espera durante meses un certificado de penales de España que nunca llegó. A finales de abril de 1960, el arquitecto abandona La Habana en un barco rumbo a Miami, con su esposa y su hijo, de 15 años, con un coche, algo de ropa, fotos, 150 dólares por persona y un libro que cada uno escogió de la biblioteca familiar. El padre, los ensayos de Manuel Azaña. La madre, un recetario español de arroces. El adolescente, las obras completas de García Lorca. “Pasamos una noche en Miami. Yo quería quedarme más tiempo, teníamos familia, pero mi padre me dijo: ‘No nos quedamos ni un momento más de lo necesario. Tu madre y yo nunca volveremos a Cuba. No quiero vivir de añoranzas y de falsas expectativas. No vamos a mirar atrás. Siempre adelante”. Cuando llegaron a Nueva York, alguien había ocupado la plaza en la Cooper Union por el tiempo transcurrido, pero consigue otro puesto de profesor al norte del Estado, en la Universidad de Cornell, en Ithaca, que definía como “una Siberia con ínfulas modernistas”. Martín Domínguez tiene 62 años. Y vuelve a reinventarse. Se vuelca con gusto en la docencia, trabaja como consultor en programas de viviendas en Latinoamérica y proyecta la preciosa casa Lennox, en Rochester, su última obra. “Mi padre afrontó el segundo exilio con su sentido del humor y su integridad intactos. Tenía una fortaleza de carácter inusual. En Ithaca, pese a las bajas temperaturas, siguió tomando su ducha de agua fría todas las mañanas”. Pero detrás de su humor y su elegancia, siempre pervivió en él ese “hambre constante del exiliado” que mencionan las tragedias griegas, y que en el fondo nada pudo saciar.

Un premio anual con su nombre recuerda a Martín Domínguez en la Universidad de Cornell, que le dedicó en su día una gran exposición. La de Madrid es la segunda. “Nuestro objetivo ahora es hacerla en La Habana”, dice entusiasta el profesor Pablo Rabasco. “Será la mejor manera de cerrar el círculo”. Y borrar el olvido.

Fuente ELPAIS

Mi madre me lo contaba desde pequeñito. Tanto ella como mi padre se criaron en unas minas de plomo, en San Rafael. Como no había colegio en el campo, aprendieron a leer y a escribir en Los Rubios (Badajoz), donde sí había maestro. Siempre me decía que era un pueblo muy bonito y que le tenía un cariño especial porque le traía recuerdos de infancia. Ellos se conocieron de pequeños y venían caminando desde la mina hasta Los Rubios. Después, de novios, cuando este pueblo era el centro de baile en la zona, con unos 80 o 90 habitantes, venían de fiesta.

A mis 16 años vi cómo la aldea se iba vaciando y cómo se derrumbaban las casas. Me daba tanta tristeza que durante mucho tiempo tuve en la cabeza: a esta aldea le daré vida alguna vez. Hasta hace 11 años yo vivía en Zafra y tenía una asesoría fiscal, pero seguía paseando entre las casas y seguía pensando lo mismo. Para entonces ya llevaba muchos años queriendo salirme de esa gran mentira en la que todo consiste en levantarse, trabajar y morirse rico. ¿Para qué queremos el dinero si no podemos comprar lo más importante: el tiempo? Ahora prefiero pasear y recuperar la aldea.

Como a los 28 años me hice un plan de pensiones para jubilarme a los 55, ahora puedo permitirme vivir en un pueblo vacío. Solo necesitaba encontrarme a mí y estar con la naturaleza y con lo de verdad. Pero eso no significa que no esté en sociedad. Los miércoles por la tarde me voy por carreteras secundarias, llego a Córdoba, a una tetería, y siempre conozco a alguien. Por las noches voy a un bar de jazz en directo en el que disfruto escuchando música y hablando. Eso sí, vivir sin vecinos es alucinante porque cuando vuelvo aparco donde quiero.

Vine para hacerme con una casa, pero no había ninguna a la venta. Los dueños de una finca habían comprado casas para vacas y cerdos. Cuando murieron, sus hijos me vendieron dos. Les di lo que llevaba de señal y a la semana siguiente fui a pagarlas y me acabé llevando alguna más. Seguí pasando por Los Rubios y fui comprando más casas. Ahora hay 25 y he reconstruido nueve.

Me estoy preocupando más de las casas de los demás, para darle vida al pueblo, que de mi propia casa, que aún no he terminado de reconstruir. Disfruto más con lo que hago que con las posesiones. La propiedad no cuenta; es la creatividad lo que vale: ver cómo recuperas cosas, cómo les das vida. Es una satisfacción. Mis manitas. Mis manitas que no sabían más que firmar...

Mi amigo Fernando y yo hemos creado la Asociación Cultural Aldea de Los Rubios. Nos encargamos de arreglar caminos, vamos a los plenos del ayuntamiento y echamos para atrás ordenanzas. Aquí cobran contribución urbana. Tú ahora solicitas permiso de obra y no te lo conceden, porque no saben lo que es esto. Los Rubios es una entidad local menor desde el 13 de junio de 1934. La gente se habrá ido o no se habrá ido, pero esto sigue siendo una entidad local menor. Si mi carné dice que yo vivo en Los Rubios, con la constitución en la mano yo debería tener los mismos derechos que un ciudadano de la calle Serrano de Madrid, ¿no? Aquí las cartas llegaron hasta hace 30 años, pero ya no viene ni el correo. Ahora me las mandan a Azuaga, a casa de mi amigo.

Como aquí no tengo donde hacer la compra, normalmente voy a Azuaga y recojo las cartas. Allí, además, voy cada mañana a desayunar a una taberna, que está en la calle en la que me crié, porque se junta una gente muy variopinta. Te pegas una hora o dos de palique y estás a gusto. Sacas lo divino y lo humano. Es que no te puedes encerrar, necesitas estar en contacto con la gente porque nunca sabes lo que vas a necesitar. Después, ¿cómo te haces una casa? ¿Cómo consigues las cosas? Yo creo que todos tendríamos que llevarnos bien y llegar a un entendimiento. Hablar, dialogar, sacar las cosas buenas y las malas. Prefiero estar hombro a hombro y sentir la piel del personal. De la gente solo quiero lo bueno, que malo ya tengo yo.

Cuando vine aquí, no sabía hacer ni mezcla. Un amigo me enseñó y lo primero que hice de cemento fue una chimenea, que está muy torcida. Yo no sabía que existe una cosa que se llama nivel. Las calles están más o menos puestas. Le digo a las niñas de Fernando: "¿Os gusta este nombre?" Dicen: "Sí, nos gusta". Y se queda. En la calle del Viento, porque siempre corre el aire, me pego unas horas de lectura que no veas. Leo todo lo que me cae en las manos porque todo tiene algo que decir. Empecé a leer a Herman Hesse, a Kafka y a Nietzche a los 13 años. Siddharta es el libro del que más he aprendido. Que te diga tu padre: vas a pasar hambre. Sí, voy a pasar hambre, pero voy a saber lo que es el hambre. Ahora estoy con La agonía de un déspota y El péndulo de Foucault.

Lo que quiero es reconstruir la aldea. Darle vida. En Internet, una página web del Ayuntamiento daba a entender que Los Rubios es un pueblo sin historia. ¿Cómo que no tiene historia? Aquí han estado meses y meses máquinas de esas partiendo piedras, llevándoselas en camiones. Eran dólmenes, pero ellos ven piedras. Cuando estaban aquí los templarios, llegó un grupo santiaguista que se conocía como Los Rubios. Llegaron hasta aquí cuando esto era del Reino de León. Aquí yo soy rubeño. A veces he oído rubejo. Pero pregunté y me dijeron que eso era por José, que era rubio de pequeño. José es el único que está aquí todos los días, porque viene a trabajar al campo, pero no vive aquí.

Yo no he sido capaz de vivir en ningún sitio. He vivido en Madrid, en Huelva, en Barcelona, en Valencia, en Salamanca, en Granada, en Badajoz y en Sevilla, pero aquí es donde llevo más tiempo. Llevo ya once años haciendo lo que me apetece, pero noto que últimamente el cuerpo me pide que haga algo más. No me pide que vuelva a meterme en los negocios, ni en la asesoría fiscal, pero es que hay grandes cosas que se pueden hacer. La gente suele pasar de hippie a yuppie, pero parece que yo tengo el cerebro al revés y he pasado de yuppie a hippie.

Lo primero que quiero es devolverle la vida a este sitio, porque le tengo cariño, por mi madre. Luego quiero reconstruir con vistas a turismo rural, para que algún día aquí puedan vivir de eso. Es un sitio increíble y una encrucijada de caminos: justo al lado empieza Córdoba.

Cientos de golondrinas se crían en la que será mi casa, aunque todavía no la he hecho. Desde que vine he estado haciendo la de Fernando, la de Diego...Aquí pierdo el poco tiempo que tenemos, pero lo disfruto. Porque, ¿tú crees que le queda mucho tiempo a la Tierra, con lo que le estamos haciendo? He puesto la ducha en el patio, junto a las plantas. Estar aquí en medio y que te caiga el agua es una sensación increíble.

Cuando termine de arreglar esto, me iré por ahí a hacer la ruta de la morcilla: quiero probar todos los tipos de morcilla que se hacen en España. Estas casas algún día serán de otras personas, no sé quiénes. Acabaré lo que pueda y, si no, que lo acabe el que venga después. Si quiere.

Fuente ELPAIS

Trujillo. «Aquí estamos, luchado». Es la respuesta habitual cada vez que contesta a HOY. Precisamente, gracias a esa lucha ha conseguido traspasar fronteras y conquistar nuevos mundos. Sus principales herramientas han sido su tesón y horas de trabajo, además de los tradicionales utensilios del oficio. Se trata de José Cancho, la quinta generación de una familia de carpinteros de Trujillo. La crisis le hizo abrir nuevos mercados dentro y fuera de España, llegando con su madera a zonas totalmente desconocidas para él como Guinea Ecuatorial.

Este aventurero del siglo XXI en su materia ha convivido desde muy pequeño con la sierra, con las virutas de madera y con los cinceles. Comenzó, como otros muchos, ayudando a su padre en ratos libres, vacaciones y fines de semana. Reconoce que los libros y los estudios no eran lo suyo. Por ello, con 16 años se unió ya de lleno al negocio familiar. De aquello ya ha pasado 36 años.

Con una trayectoria consolidada, Pepe, como le llaman sus conocidos, casado y con dos hijos, sigue en la brega para mantener este negocio con 12 personas en plantilla. Entre ellos está su hijo menor que se puede convertir en la sexta generación de carpinteros. Este hecho le hace luchar con más ahínco.

Aunque lleva mucho tiempo en el oficio, Cancho, con cierta modestia, asevera que sigue aprendiendo en este mundo. «Siempre salen técnicas nuevas y hay que estar en continua evolución para no quedarse en el difícil camino», asegura. A pesar de esa continua formación y aprendizaje, opina que la carpintería y la ebanistería no siempre están lo suficiente valoradas.

Este profesional trujillano detalla que su carpintería ha estado dedicada a los trabajos tanto de Trujillo y su comarca, como en otras zonas cercanas. Atiende a pequeños clientes y a grandes constructores. Durante años, ha hecho trabajos de todo tipo para viviendas, como mobiliario y armarios empotrados con su revestimiento. Sin embargo, las obras para particulares descendieron en gran medida. También aparecieron grandes empresas internacionales con mobiliario de bajo coste. «Veo lógico que mucha gente tire de esos muebles, porque las economías son reducidas y hay que apañarse», señala.

Con el paso del tiempo y la llegada de la crisis, decidió abrir mercado a otros lugares para ser competitivo y mantener la plantilla de trabajadores. Reconoce que las nuevas tecnologías ayudan a conseguir clientes con cierta solvencia que trabajan en diferentes obras. «Entras en una empresa, si les gusta lo que haces, te siguen llamando y te dan trabajo», explica.

Antes de lanzarse fuera de la región, hacía de forma esporádica trabajos para clientes que viven en Madrid. Sin embargo, las puertas de la capital de una forma contundente se las abrió un arquitecto que se «empeñó» en que le hiciera una obra a un sobrino suyo. A raíz de ahí y mediante el boca a boca, llegó a una empresa que le dio la oportunidad de hacer distintas obras.

De un sitio a otro
Gracias a esos inicios, esta carpintería está vinculada a varias entidades posicionadas en el ámbito nacional. José Cancho matiza que todas las tareas están revisada con lupa y deben estar en perfectas condiciones. Reconoce que antes no se hacían revisiones tan exhaustivas. «Quizá, nos dan trabajo porque vamos cumpliendo», sostiene.

Gracias a esas entidades, ahora no para. Carpintería Cancho puede estar una semana en Salamanca y otra en Sevilla o bien desplazarse a distintos lugares de la Comunidad de Madrid, entre otros sitios. Prueba de ese movimiento es que, después de Reyes, esta carpintería trujillana se ha ido a Gijón y a San Sebastián para ultimar diversos trabajos. Ha llegado a reformar oficinas del Banco de Santander, así como de Vodafone y clínicas dentales de marcas comerciales, entre otros.

El sistema es sencillo. Los trabajadores de la carpintería se desplazan al lugar para hacer las mediciones oportunas de lo que ha solicitado el cliente. Después, elaboran en Trujillo el pedido y se vuelven al lugar para terminar la obra. «Ese es nuestro día a día ahora», detalla.

En el trasiego de estos trabajos, surgió en 2014 la aventura de montar una tienda Mango de unos 3.000 metros cuadrados en Guinea Ecuatorial, a través de una empresa española. José Cancho lo recuerda como si fuera ayer. Recibió una llamada de una jefa de obras de la entidad encargada para hacerle ese ofrecimiento. «Si no estás sentado, siéntate, porque nos vamos a ir para Guinea Ecuatorial ¿Te atreves?», le dijo esa responsable. José Cancho no lo dudó en ningún momento y emprendió la aventura.

Esa instalación iba forrada toda de madera con el mobiliario. Se hizo bajo plano. Una vez que se fabricó todo en Trujillo, se llevó al país africano en barco. Una vez en origen, los trabajadores trujillanos se desplazaron en avión hasta el lugar para el montaje. «Resultó perfecto», apunta. La idea era continuar trabajando en distintas zonas de la capital de este territorio. Sin embargo, hubo problemas con su Gobierno y se paró el proyecto.

Un hospital de Mauritania
No es el único trabajo que ha realizado para el continente africano. Hace poco, envío a través de otra entidad un pedido de mobiliario para un hospital de Mauritania, así como material relacionado con la madera maciza. No hizo falta que se desplazase ningún empleado.

José Cancho no descarta en continuar trabajando para el extranjero. «Nosotros vamos donde sea, hay que intentar mantener lo que tenemos», señala. De hecho, participó hace poco a un proyecto para la República Checa para trabajar en el interior de viviendas, con la fabricación de puertas y armarios empotrados, entre otros elementos. Sin embargo, no salió. Mientras que continúa trabajando en media España, también está pendiente de viajar a Canarias por cuestiones laborales. El objetivo es no parar. A pesar de estas obras, tiene claro que no se olvida ni de sus clientes de toda la vida ni de los trabajos de su zona.

Fuente HOY

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