Esta entrevista fue hecha en el año 2000, cuando aún no se había producido la famosa eclosión de Soldados de Salamina.
Acabo de verlo cruzar por la penumbra. Observador y huidizo como siempre, escrutador implacable de la realidad-irrealidad del mundo, parapetado tras los cristales de esas gafas que cumplen una doble función: ampliar la visión, y preservarlo.
Siempre me ha resultado Javier Cercas —por mucho que se exprese y se retrate— un verdadero enigma. Alguien que no puede ni debe perder tiempo atento solo a lo que verdaderamente le interesa: él mismo, su interior, sus circunstancias, y todo ser humano mirado bajo el prisma de diferentes luces y distintos enfoques lo mismo que la vida: la suya y la de otros. Contradictorio, perfeccionista, observador, poliédrico y esquivo. No sé yo, mirando su pasar reflexivo y receloso, por qué recuerdo unas palabras de Jules Renard que Cercas incluye en La velocidad de la luz y que el personaje de la novela cita con amargo sarcasmo: “Sí, lo sé. Todos los grandes hombres fueron ignorados; pero yo no soy un gran hombre, así que preferiría tener éxito inmediatamente”.
Ese eterno conflicto en la delgada línea que separan éxitos y fracasos, la inteligente voz de quien ausculta un tiempo alucinado donde las líneas se confunden por acumulación o por saturación, la iteración o entrelazamiento de los que hablaba Benjamin en los Pasajes citados por Buck-Morss: “Sólo si se traza un perfil de lo positivo contrapuesto con lo negativo se puede hacer emerger un contorno de modo nítido…”, etc.
Lo que me sigue fascinando siempre de Javier Cercas es ese desdoblamiento infinito de sí mismo.
Por una parte el escritor ha de pisar el ágora, conversar con la gente, captar o acarrear de aquí y de allá materia o materiales para esa construcción que espera a solas hecha de redes y de perspectivas, por otra se sabe extraño en los ambientes distintos y dispares, impaciente e incómodo, con esa especie de desarraigo que denota enseguida al desplazado, a la vez que anhela aislarse en su rincón para seguir reconstruyendo sus tan particulares mundos, complejos, cotidianos y tan universales.
Lo que me sigue fascinando siempre de Javier Cercas es ese desdoblamiento infinito de sí mismo. La acción y la espera, la sólida y pragmática mirada, el perfeccionismo llevado al límite pero bajo una forma desenvuelta, manejando el lenguaje con soltura pero sin dejar jamás las riendas del mismo, y de sí mismo, aunque parezca despistado.
La agudeza, la lógica del pensamiento peirceano, y ese punto de locura de los cuerdos espejos cervantinos que tantas veces le obsesionan.
A finales del 2000, cuando aún no se había producido la famosa eclosión de Soldados de Salamina y Cercas empezaba ya a ser conocido o reconocido con premios importantes en su haber, yo fui a Gerona a entrevistarlo para Frontera. En aquel tiempo la que esto suscribe realizaba una serie de largas entrevistas eligiendo los personajes que me aportaban algo interiormente o que me producían cierta curiosidad.
(Esta entrevista la publicaría Frontera a principios de 2001 cuando estaba a punto, o casi sucediendo, la vorágine del libro del autor citado.)
Pero yo a Javier Cercas lo escogí por una novela, El inquilino, publicada en febrero de ese mismo año de nuestra larga charla, en 2000, por la editorial El Acantilado.
Aunque ya conocía El vientre de la ballena y bastantes de sus artículos en el diario El País, El inquilino me encantó y lo sigue haciendo. Por ese libro comprobé el innegable talento y la fuerza de un escritor —lo pensé entonces, y lo sigo pensando— cuya palabra perduraría.
Volviendo a las palabras que aquel lejano día intercambiamos, compruebo que mucho de lo que allí se habló prevalece. Que de alguna forma queda su esencia intacta, además de muchas de sus “obsesiones” al escribir. Probablemente ahora Cercas me respondería de otra forma, o ni siquiera intentaría entrevistarlo, no lo sé, pero aquí queda el testimonio limpio de aquel Cercas que aún no se había enfrentado a los focos potentes que iluminarían más tarde su fulgurante andadura. Aquel día mostraba —al menos ante mis ojos— una gran pasión contenida, una ambición de seguir perfeccionándose, de intentar llegar a donde realmente deseaba llegar —y a donde afortunadamente ha llegado— y un punto de temblor, como de desconfianza ante el camino emprendido, a la vez que, paradójicamente, también de hallarse completamente seguro de sus innatas capacidades.
Un buen puñado de éxitos y reconocimientos merecidos no le han cambiado del todo la intacta emoción de lo que aguarda siempre tras los folios en blanco de la vida y la ficción entremezcladas. Cuando lo leo me seduce. Sigue siendo una fiesta su lenguaje incisivo, su maestría al narrar. La perpleja mirada de su avance, a la búsqueda siempre del encuentro entre la realidad y la ficción.
Javier sigue en Gerona; a veces valientemente alzada su voz contra lo que no le cuadra, ni le encuadra. Seguro y afianzado en su propia verdad sigue escalando y a la vez escarbando. Tan de tierra, y algunas veces, pocas, tan de aire, como aquellos molinos que agitan la palabra y que son la metáfora de esa loca cordura que alienta siempre a los perseguidores tenaces de algún sueño…
Aquella ya lejana conversación, que ahora rescatamos, comenzó en Gerona. Bajo la luz de una mañana que provocaba el plano transitorio desde la perspectiva de aquel puente de piedra donde la movilidad de las aguas reflejaba a la ciudad escalonadamente. Entonces había un ritmo conciliador y activo en los verdes abiertos de parques y avenidas, rebosantes de tiendas y de bares. Foros donde la libertad no tan sólo era el nombre de aquella antigua Rambla, sino algo concreto y vitalista que se sentía en las calles y que se materializaba en los lugares por donde Javier y yo caminábamos. Él, eligiendo cuidadosamente al principio las palabras para encuadrar perfectamente cómo deseaba presentar su imagen de escritor ante la desconocida que lo abordaba, y yo, con la curiosidad que me caracteriza, mirándolo un poco más allá de su propio y legítimo recelo.
De pronto, le pregunté si él era un escritor de premios. Recuerdo que lo acababan de galardonar con el Premio de Periodismo Manel Bonmatí por una de las crónicas publicadas en el diario El País. Él, entonces, girándose casi con un respingo, con cierto aire de incomodidad, me dijo:
—Yo no me he presentado nunca a ningún premio, pero he ganado dos. No creo que me presente nunca a ningún certamen, ¿para qué? Cuando quiero publicar mando el libro a la editorial y ya está. Escribir para mí significa ir avanzando, escribir cosas nuevas y si no no tiene sentido. Entonces, mi último descubrimiento ha sido el periodismo. El diario El País me ha permitido muchas cosas, jugar con la ficción, la realidad… Yo considero —es una obviedad, claro— que gran parte de la literatura que se ha escrito en los dos últimos siglos ha sido en el periódico. El periodismo tiene unas posibilidades inmensas que a mí me han interesado mucho. El escribir en los periódicos —yo no hago columnismo— significa formar un relato. Algo que para mí tiene mucha importancia. Es como un ciclo narrativo. Una parte de la obra que yo estoy haciendo está ahí y eso es importante para avanzar, avanzar… Y si por una de estas crónicas o relatos me dan un premio, me parece muy bien. Me parece fantástico.
Para mayor sosiego de preguntas y respuestas, mi interlocutor eligió La Penyora. Un restaurante discreto y acogedor, frecuentado por el profesorado de la universidad gerundense donde Cercas impartía clases de literatura española. El espacio exhibía sin agobios una variada muestra, un punto sincretista de las nuevas tendencias que entonces abanderaban la posmodernidad. La irreverencia del fetiche ambiguo a juego con un LP de Marilyn Mason, algunas esculturas y pinturas que apuntaban calidades aceptables y todo bien servido con un cómplice guiño al escritor que jugaba a hacer dibujos mientras sopesaba y medía las respuestas.
Yo escribí entonces:
El vino pone un brillo rojizo a los cristales de las gafas de Javier Cercas. Tras ellas una mirada curiosa acostumbrada a hacer literatura de todo lo que sus ojos abarcan e incluso de lo que no podrían jamás abarcar.
Confieso, y así dejé constancia por escrito, que al principio de nuestra charla tuve la sensación de encontrarme ante un “Jasp”, término acuñado entonces que definía a un joven brillante y con talento. Es decir, con “buena metodología”, como apuntó una vez mi añorado Joan Brossa, pero a medida que el tiempo avanzaba y el autor bajó la guardia, descubrí su pasión como creador y su trastabilleo.
Esa locura maravillosa y casi trágica de la búsqueda o el afán. La libertaria esclavitud de la palabra…
(El oxímoron, Javier, ya sabes).
Cercas y yo hablamos de realidades e irrealidades, de vida y literatura donde todo se mezcla y se confunde. También hablamos de emigraciones y mestizajes. Me recordó que, habiendo nacido en Ibahernando, Cáceres, en 1962, lo trajeron sus padres a Gerona con sólo cuatro años un 28 de diciembre, siguiendo la estela de tantos extremeños, murcianos, gallegos o andaluces que se vieron obligados a hacer las maletas y buscar un futuro más próspero.
—Mira —me dijo—, el primer sitio donde yo viví en esta ciudad, la calle del Montseny en Santa Eugenia, antaño poblada de extremeños y andaluces, está ahora ocupada por marroquíes y gambianos. Esa calle, con tres iglesias de diferentes confesiones a escasos metros, constituye un ejemplo de ciudad libre y fuerte. El mestizaje…
—Todos somos mestizos, Javier, afortunadamente.
—Sí, aunque lo del mestizaje se esté convirtiendo ya casi en un tópico. Lo del mestizaje es una obviedad porque no se puede no ser mestizo. Desde cualquier punto de vista, científico, social…
—Estamos formados de fragmentos. Todo es fragmentario. Un acarreo de culturas diversas. Todo.
—Sí, literariamente, igual. Las grandes revoluciones estéticas y literarias no se producen por originalidad o por crear algo nuevo, ¡mentira! No se crea nada nuevo, se mezcla y de eso sale algo distinto.
—Y eso es mucho más interesante y más rico. ¡Qué imbecilidad las pretensiones de pureza ya sean de sangre o de literatura. ¡Cuánto horror han arrastrado!
—Sí, la catástrofe… La catástrofe.
—¿Y cómo ves esta ciudad en la que vives, escribes y trabajas, Javier?
—Pues el tema es complicado. Muy complicado porque aquí vine con cuatro años y entonces con Gerona, como con todas las ciudades a las que uno está habituado, se establece lógicamente una relación de amor-odio. Aunque por otra parte, si solamente fuera una relación de amor no resultaría tan auténtica. Si es tan sólo una relación de amor es que no la conoces bien.
—Si existe solamente una relación de amor es que no se ama…
—Justo, lo has dicho bien. A una persona si sólo la amas es que no la amas.
—La complicidad y la complejidad es lo interesante.
—Exacto. Yo viví en Gerona desde los cuatro años hasta los dieciocho, que fue cuando me marché a los Estados Unidos. Y luego desde los veintisiete hasta ahora. Esto no significa que yo no sienta también a Extremadura ¿eh? Toda mi familia, desde toda la vida, es de allí. Si mi padre y mi madre no hubieran sido tan de Ibahernando… (Las palabras se quedan colgando indecisas sobre los puntos suspensivos. Luego prosigue) que es como un núcleo: un microcosmos literalmente. Mi pueblo es un ecosistema pequeñito.
—¿Vas a menudo por allí?
—Sí, sí que voy. Y me parece fantástico. Vuelvo a mi pueblo a menudo, voy a Extremadura, y siempre disfruto muchísimo. Pero mi vida ha estado siempre aquí, en Gerona. Mi infancia y mi adolescencia sobre todo han estado aquí, por lo tanto yo quiero a esta ciudad. El “odio” entre comillas viene por mí. Es decir, porque yo me odio a mí mismo. ¡Por supuesto que como toda persona decente! Yo me veo a mí mismo cuando adolescente y me parezco un tipo espantoso… ¡Vamos!
Yo admiro mucho a un amigo mío chileno que hace más de veinte años que no ve a sus padres. Es sin duda un tipo mucho más libre que yo porque yo tengo a mis padres aquí, al lado, y mi vinculación con ellos es muy fuerte, por lo tanto mi libertad es nula.
Por una parte volvería a mi adolescencia y por otra parte la detesto. Eso por un lado, y por otro, mi amor por esta ciudad viene por el conocimiento. Gerona es un lugar privilegiado, en todos los aspectos, físicamente y desde todos los puntos de vista. Si hay una ciudad cosmopolita es Gerona, ¿por qué? Porque estamos en Francia y porque estamos en Barcelona, ampliamente.
—De todas formas me parece absurdo a estas alturas caer o creer en provincianismos…
—Creo sinceramente que los únicos provincianos son los que creen que existe el provincianismo. Yo tardo menos casi en llegar a Nueva York desde aquí que a Ibahernando por ejemplo. Por otra parte en mi pueblo existe Internet, ya no hay distancias.
—De todas formas tu lugar de origen apenas aparece en tus escritos. ¿No te ha condicionado para nada esa herencia?
—Sí, muchísimo. Pero no literariamente.
—¿Huyes entonces de los orígenes?
—Yo no puedo contestarte de una manera abstracta pero, en concreto, en mi caso, la respuesta es: yo no puedo liberarme de los orígenes, es imposible. Hasta que se mueran mis padres, claro, porque si te refieres a los orígenes geográficos y sentimentales no es la herencia de la tierra la que ata, es la herencia estrictamente de mi padre y de mi madre, más allá de eso yo no entiendo. Yo admiro mucho a un amigo mío chileno que hace más de veinte años que no ve a sus padres. Es sin duda un tipo mucho más libre que yo porque yo tengo a mis padres aquí, al lado, y mi vinculación con ellos es muy fuerte, por lo tanto mi libertad es nula.
—Tal vez sea mayor tu libertad…
—No, es inferior, sin duda, eso es una forma de dependencia. Sin la menor duda. Probablemente el estado ideal de un tipo sea el vivir a pelo, sin nada, sin vinculación de ningún tipo, ni hijos, ni mujeres, ni padres, ni nada. En un estado de libertad total.
—Un personaje de uno de tus relatos dice: “Los espejismos de la distancia lo tiñen todo de una pátina prestigiosa”. La realidad, no sólo la distancia, es contemplada a veces por ti también como espejismo…
—La realidad es un espejismo porque lo que vemos no es nunca la realidad. Porque no tenemos la capacidad suficiente, ni la perspicacia suficiente y, por otra parte, ver la realidad tal como es es muy difícil. A veces vemos la realidad pero preferimos ver lo que nos interesa de ella: su doble. Ver la realidad es duro, pero no verla es una estafa, porque si no la vemos nos estamos engañando.
—¿Uno entonces no puede mirarse en el espejo y decir con Cervantes: “Yo sé quién soy”?
—Yo desde luego no tengo la más remota idea de cómo soy. Probablemente si supiera cómo soy o cómo es la realidad no escribiría.
—El “conócete a ti mismo” tiene tela, ¿eh?
—¡Claro! Es algo que intentamos todos, pero ¡arréale! Yo me dedico a escribir historias ¿no? Soy un contador de historias. A mí la literatura no me interesa nada si no es un instrumento para conocerme a mí mismo. Es una necesidad o un perfeccionamiento moral. Es una necesidad para contarme a mí, para ver cómo coño soy. La literatura es crecimiento moral, un instrumento de conocimiento y, antes que nada, de uno mismo, y por lo tanto de la realidad, o no es nada. A mí lo que más me interesa en el mundo es sobre todo la vida: cómo funciona el mundo. Y la literatura me sirve como instrumento de averiguación. A mí lo que me interesa es la vida, y esto es siempre tragicómico.
—Es cuestión de perspectiva y, como dejó escrito S. Lem, “La perspectiva es tan cambiante como la realidad”. Y pasando a otra cosa, tus crónicas son también como relatos cortos…
—Es verdad que las crónicas que yo hago son como relatos cortos, pero yo me siento más a gusto en la novela. Son cosas muy distintas. Yo creo que el relato corto es más difícil que la novela porque el relato es una narración muy cerrada, pero me siento más cómodo en la narración un poco más larga. Pero, ¿sabes lo que me gusta últimamente? Pues mezclar géneros. Yo creo en los géneros, ¿eh?, no seamos idiotas, pero los géneros también están para cambiarse y para transgredirse.
—Bueno, ahora la literatura está inmersa en una especie de sincretismo donde todo cabe, igual pasa con el arte y con tantas cosas. De todas formas esto no es nuevo, aunque yo estoy a favor, lógicamente, así se avanza…
—Sí, sí, una mezcla de todo: es realidad, es crónica, es novela, es ensayo, es todo.
—Un título tuyo me sorprende: Relatos reales. ¿Por qué Relatos reales? En el momento que uno escribe un relato en realidad está haciendo ficción…
—Esto requiere una explicación, Relatos reales, la idea es imposible. Esto es un oxímoron. Un relato real no existe. Yo estoy finalizando otro volumen que se titulará Recuerdos del presente. Es otro oxímoron, que como sabes es una figura que consiste en juntar un nombre y un epíteto que son, o aparentan ser, contradictorios, ¿no? Por ejemplo “la luz negra”…
—De los surrealistas. Sí, sé lo que es un oxímoron…
—Quería explicarte que, por ejemplo, en un relato ficticio, partes de la realidad pero te vas a donde quieres. Inventas lo que te da la gana. En un relato real tú partes también de la realidad, pero pretendes permanecer cosido a ella, es decir, pretendes seguir siendo fiel a la realidad sin permitirte el salto libérrimo que se permite el relato ficticio. Por eso son relatos reales, son ficción pero están unidos a la realidad. Es mezclar personajes reales con personajes ficticios. Para mí los libros tienen que ser fáciles de leer y difíciles de entender como pasa con El Quijote, la gente lo leía fácilmente como si fuera un libro de chistes, pero ¡agárrate! Llevamos cinco siglos y todavía no lo hemos entendido. Para mí es fundamental que el lector ya en la primera frase se quede enganchado, pero después que pueda leerlo varias veces y diga: “¡Esto es buenísimo!”.
Javier CercasFotografías: Efi Cubero
“Es posible que sea la literatura la que haga perder los papeles, porque la literatura es una forma de trastabillar permanentemente”.
—¿Eres de los que piensan que la cultura nos limita?
—Sí, es posible aunque esto es contradictorio. Las verdades suelen ser contradictorias. Un gran escritor sólo puede serlo si tiene conocimiento exhaustivo de la tradición: ¿para qué? Pues para poder dialogar con ella. Al mismo tiempo, si uno tiene un conocimiento exhaustivo de la tradición ese conocimiento te puede aplastar. Si empiezas a pensar, “yo no puedo ser como estos tíos” entonces te aplasta, te quedas paralizado. La dicotomía es el exceso de conocimiento de la tradición, y la ignorancia. El dilema del escritor y el artista es el de conocer la tradición y al mismo tiempo ser capaz de liberarse de ella. Lo que quiero decirte es que uno debe apoyarse en la tradición como en un trampolín para saltar libremente. Eliot, en uno de sus ensayos, propone: “Todo gran escritor, de algún modo, obliga a una reinterpretación de la tradición”. Aunque, claro, eso sólo pueden conseguirlo un Eliot, o un Cervantes…
—En algunos de tus relatos deslizas frases de desdén hacia los eruditos oficiales, aquellos que persiguen datos, fechas, fichas. Sin embargo tengo entendido que tú fuiste un estudioso de primera.
—(Rápido) Es que uno sólo puede burlarse de aquello que verdaderamente conoce. De lo que uno no conoce no puede burlarse. El humor no es crueldad. No es burlarse de los defectos de los demás, sino ver los defectos de uno mismo. El humor siempre empieza por uno mismo.
—Recuerdo una crónica tuya publicada en El País en el 99, “Perder los papeles”, termina más o menos, con estas o parecidas palabras, en que “la literatura consiste en perder, en perder países y ciudades y sobre todo en perder los papeles”. Amplíame esa visión.
—Yo estoy siempre perdiendo los papeles. Yo pierdo los papeles sistemáticamente. Se pierden los papeles cuando la percepción que tenemos de la realidad, que es automática, cambia. Cuando alguna cosa altera esa percepción y nos hace tambalearnos, entonces es cuando ves cómo es la realidad. Desde ese punto de vista es posible que sea la literatura la que haga perder los papeles, porque la literatura es una forma de trastabillar permanentemente. Es ver las cosas de forma distinta o como si las vieras por primera vez. Cuando cambiamos de perspectiva y trastabillamos es cuando las vemos de verdad. Cuando vemos las cosas de forma normal o como la vemos siempre, en realidad vemos sólo la costumbre.
—Una vez Ionesco anotó en su diario: “Sufro por vivir. Desear tanto vivir es una neurosis. Amo mi neurosis”. Te digo esto porque tus personajes parece que sufren por vivir, y a la vez mantienen ese raro equilibrio entre lo real y lo ficticio y entre lo trágico y lo cómico. ¿Toda comedia —siguiendo al mismo autor— es el otro aspecto de la tragedia?
—Pues me parece exactísimo eso. Lo que me estás diciendo es exacto. Es decir, la tragicomedia es lo que define exactamente cómo veo yo la vida. Por lo menos lo que existe hasta ahora es una forma de ver la vida y yo no puedo verla si no es de esa manera. Yo sufro una barbaridad, una barbaridad pero por banalidades idiotas. Porque no tengo tiempo de atarme los cordones de los zapatos, por ejemplo, cosas así. Entonces, en la medida en que soy capaz de reírme de eso, me libero por una parte y por otra lo entiendo.
—Como una terapia…
Es que yo soy un neurótico, claro. Todos los que nos dedicamos a escribir lo somos. No nos dedicaríamos a esto si no lo fuéramos.
—Sí, como una terapia. Nos salva el humor. El humor es lo que nos salva.
—He querido aplicarle a tu obra este concepto de lo tragicómico porque algunos de tus personajes parecen rozar la neurosis.
—Es que yo soy un neurótico, claro. Todos los que nos dedicamos a escribir lo somos. No nos dedicaríamos a esto si no lo fuéramos. Y, sí que tienes razón en lo de la literatura como terapia, mi mujer dice que si no escribo estoy enfermo. Dicen que la literatura es una especie de enfermedad, pero en realidad la enfermedad es la vida. La literatura es la cura de esa enfermedad.
—La cura-locura, como exaltación del ánimo, ¿eh? Que siempre es tan necesaria para vivir y escribir…
—Tienes razón, si yo no escribiera me pegaría un tiro. Cuando escribo estoy contento y si no escribo estoy mal, muy mal… ¡Imagínate! Mi mujer es una santa. Una santa.
—Así que para ti el escribir es un acto de libertad…
—Pues no lo sé… ¡Joder! Es que son preguntas duras, preguntas que yo tengo que pensar. Me estás haciendo pensar, yo normalmente contesto a bote pronto, pero… ¡Joder! A ver, un acto de libertad al escribir… Pues por una parte sí, y por otra no. Sí y no. Es un acto de libertad en la medida en que te permite explorar experiencias que de otro modo te estarían vedadas. Desde ese punto de vista, sí, pero por otra parte no; porque escribir es un acto de esclavitud. Mira, Truman Capote…
—Que era un gran lunático…
—Efectivamente, era superneurótico, dice al principio de Música para camaleones: “Cuando Dios te da un don te da un látigo para que te flageles”. Y eso es una gran verdad. Yo no creo que a mí Dios me haya dado un don, en todo caso el látigo de querer expresarme mediante las palabras. Y es esclavitud esa necesidad de expresarme en la medida en que la literatura —contra lo que mucha gente cree—, como todas las artes, no está exenta de reglas, al contrario, está sujeta a unas reglas absolutamente férreas, que son las reglas que la tradición y uno mismo se imponen, o las que uno mismo busca. De libertad bajo ese punto de vista, en absoluto. En absoluto.
—Tú confiesas que escribes demasiado, y yo te pregunto si la excesiva producción puede terminar lastrando…
—¿Sabes que creo yo, Efi? Que la verdad es siempre contradictoria. Dos cosas pueden ser verdad y contradecirse entre ellas. Esto no lo digo yo, lo dijo Berlinguer, el filósofo, un pensador que a mí me interesa mucho. Él habla de “verdades contradictorias”, que es una expresión magnífica, y yo creo que es cierto; es decir en este aspecto que tú dices: si producir mucho puede lastrar al escritor. Por otra parte es verdad que yo escribo muchísimo, pero publico muy poco. A mí hay una cosa que me preocupa, como escritor me preocupa. Por una parte, mientras más escribes, mejor tienes la musculatura, ¿verdad? Porque escribir es una forma de “musculatura”, pero también es cierto que quien escribe mucho se repite. Termina repitiéndose. Yo soy partidario de escribir poco, o relativamente poco. No ser rulfiano, pero tampoco balzaquiano. Un término medio. Publicar cuando no quede más remedio que publicar me parece exacto. Hay que aspirar a escribir libros que sean necesarios.
—¿Para ti o para los otros?
—Para todos. Para mí y para los demás. Antes mencionábamos a Rulfo. Yo no sería capaz de vivir sin Pedro Páramo. Hay que apostar por la calidad. El mundo está lleno de mierda. No añadamos más mierda a la mierda. Hay que publicar lo necesario, o lo que creemos necesario.
—Hablemos de algo más cotidiano, de tu labor docente, por ejemplo.
—Para empezar, yo nunca pensé que iba a ser profesor. No tengo vocación docente, pero las circunstancias me obligaron a eso y, al terminar la carrera, me propusieron irme a Estados Unidos y entonces me fui a la Universidad Estatal de Illinois, al lado de Chicago. Allí daba clases, que era una forma de ganarme la vida, y entonces, como pasé allí unos años, sinceramente pensaba en quedarme, no porque me gustara el país…
—“Es un país para trabajar y no para vivir”, lo dice un personaje de El inquilino…
—Que además es real. Es una señora que yo me encontré allí. Efectivamente es un país donde no se puede vivir. Ten en cuenta que yo estuve en la América real. En la América real quiere decir no en Nueva York, que no es América, Nueva York es Nueva York. Yo estuve en Chicago y mi destino era haberme quedado en América, porque era lo más fácil, o lo que todo me lleva a ello. Pero no es un país donde yo viviría, en absoluto. La visión que tenemos de América está completamente distorsionada, para empezar porque América no es un país, es un continente y, en esa América profunda, que no es Nueva York ni Boston, ni las grandes ciudades, yo ahí no viviría; en absoluto. Y eso que el paisaje me gusta mucho y también el hecho de no sentirse extranjero, porque allí todos somos extranjeros. De todas formas, cuando surgió la posibilidad de venirme aquí, a Gerona, no lo dudé. ¿Me gusta ser profesor? A mí dar clases me divierte, la verdad es que me gusta, pero eso requiere un esfuerzo extraordinario y te roba tiempo para hacer cosas; probablemente, si tuviera la posibilidad de abandonarlo, lo abandonaría: pero daría unas clases. Lo cierto es que soy un profesor a contrapelo. Quizás porque voy cumpliendo años y estoy en crisis.
—Ah, ¿pero existe?
—¡Joder, para mí sí! Por decirlo de manera algo pedante: se está en crisis permanentemente.
— Estás casado, ¿no?
—Sí, y muy bien casado, y tengo un niño. Mi mujer se llama Mercè Mas, y es la directora del Aula de Teatro de la Universidad de Gerona. Ella era una actriz en una compañía de teatro estable e importante en Cataluña. Nos casamos, tuvimos un hijo y ella dejó de actuar, pero sigue como directora del Aula de Teatro, y lo cierto es que lo hace muy bien. Tiene mucho talento.
—¿Cuál es tu autor, o autores, favoritos?
—Cambian, van cambiando con el tiempo.
—Me refiero a los que siempre están ahí, a los que siempre se vuelve.
—Hay escritores que para mí son importantes. Escritores a los que tengo mucho afecto porque han sido decisivos para que yo sea escritor. Para mí básicos y a los que siempre he leído. El otro día se lo dije a Roberto Bolaño,1 un gran escritor chileno, un escritor enorme, que en esto los escritores exponentes de mi generación hemos tenido una gran suerte. Tienen, o tenemos, la gran suerte de contar con los escritores hispanoamericanos, que han sido fundamentales.
—Cierto, a través de ellos nuestra tradición literaria se ha ensanchado.
—Te voy a decir por qué: porque encontrábamos en castellano cosas que parecía increíble que se pudieran hacer. Por ejemplo, Borges. Para mí uno de los grandes escritores del siglo XX, sin duda.
—No recuerdo quién dijo que no se podía escribir lo mismo después de Borges.
—Exacto. Eso es exactísimo. El castellano es distinto después de Borges, totalmente distinto, pero además en la literatura universal.
—Borges voltea la lengua.
—Sí, Borges da la vuelta a todo. Luego están Cortázar, Bioy Casares, Cabrera Infante, etc… Y después te diría otra serie de escritores como por ejemplo Kafka, es la exactitud de las imágenes. Luego, la tradición anglosajona, es para mí muy importante. Toda, en general.
—Eso se te nota en tus escritos, desde luego.
—Probablemente… Ah, y si he de decir un libro lo tengo clarísimo. Ninguna duda…
—¡El Quijote!
—Claro, y además lo digo con total seriedad. El Quijote es el libro más grande que haya podido escribirse nunca. Que un español haya escrito eso es asombroso. Increíble. Dostoievski en su correspondencia decía: “Si usted me pregunta qué es la Guía, pues yo —muy sencillo— le doy El Quijote y ya está”. Es el libro más inteligente que se ha escrito nunca. Borges, tú sabes que decía que él había leído El Quijote por primera vez en inglés.
—Eso fue una “boutade” de Borges. Le encantaba epatar.
—No creas, no, no es tan insensato, porque eso es una novela inglesa, el Tristram Shandy, otra novela maravillosa… A mí hay una cosa que me interesa especialmente, la tradición humorística inglesa.
—Tanto Inglaterra como Francia, aunque no quieran reconocerlo, han bebido en nuestras fuentes.
—Claro, claro, no olvidemos que Cervantes es el inventor de la ironía. Para mí, mi educación literaria va por esa línea. Yo me he formado así. Yo quiero hacer lo que hace Cervantes. En Cataluña, a veces de buen rollo, me preguntan por qué viviendo aquí no escribo en catalán. Yo de respuestas tengo muchas; una de mis favoritas últimamente es que si escribo en catalán mi madre no me entiende, y es muy cierto. También hay otras…
—Es que la lengua te elige, no la eliges.
—Es buen tema. Es durísimo este tema. Yo creo que en parte es cierto. ¿Sabes quién ha refutado esta idea? Milan Kundera. Yo a Kundera lo respeto mucho por cierto. También viene de esa “tradición” inglesa-cervantina. En Los testamentos traicionados él dice que no. Dice que no, que la libertad consiste también en elegir la lengua, por eso ha dejado el checo y se ha pasado al francés, pero, qué curioso, cuando empieza a escribir novelas francesas, no son en absoluto comparables a sus novelas checas; son una “braga”. En todo caso, para mí, como te decía, fue fundamental el hecho de que existiera una literatura en castellano hispanoamericana, en la cual vi unas posibilidades que eran fundamentales y que además conectaba con la lengua que era mi lengua materna. La narrativa hispanoamericana es la gran revolución de la literatura. Eso lo saben los americanos y los franceses y los ingleses. Así que cuando yo empecé a escribir lo hice en castellano, y claro, ya no hay nada que hacer.
Yo convierto al Quijote en un libro más rico en la medida en que yo soy más rico de experiencia, de inteligencia, de lecturas, de la experiencia de la imaginación, literaria, pictórica, cinematográfica.
—¿Intuición o razón? ¿Las dos? ¿Una de las dos?…
—Depende, depende… Es que la una sin la otra no existe. Son como las riendas de un carro: si sueltas una se te va al carajo y si sueltas la otra, también. Si no sostienes las dos estás perdido. La intuición pura tiende al disparate y la razón pura a la obviedad, así que, la una a la otra, ayudándose, pueden llegar a algún sitio, pero solas probablemente no. No son incompatibles. El científico encuentra cosas por intuición, evidentemente, eso lo saben muy bien los científicos, pero las encuentran porque han recorrido antes un trecho muy largo a través de la razón. Una sin la otra no funcionan porque por separado ambas tienen unas limitaciones brutales.
—Te voy a plantear de nuevo otra dicotomía, que tal vez tampoco lo sea. ¿Dónde vives más intensamente lo que creas, en la imaginación o en lo concreto?
—No son términos antitéticos, porque la imaginación puede ser muy concreta. ¿Dónde más intensamente? Pues te diré que probablemente en la realidad, lo que pasa es que la imaginación enriquece la realidad y al revés. Claro, existe una realidad de la experiencia y una realidad imaginativa, pero una y otra están en creación constante y se enriquecen mutuamente. Por ponerte un ejemplo, yo convierto al Quijote en un libro más rico en la medida en que yo soy más rico de experiencia, de inteligencia, de lecturas, de la experiencia de la imaginación, literaria, pictórica, cinematográfica, etc. Lo que sea. En la medida en que soy capaz de disfrutar más, de vivir más esa experiencia imaginativa, seré capaz también de enriquecer esa realidad y hacerla más compleja y más apasionante y al mismo tiempo, El Quijote me vuelve a mí más rico y más complejo. Nos escapamos de la realidad para disfrutarla más. Lo del arte como bálsamo es una mentira y un absurdo. Aunque en parte lo es. En parte lo es.
—¿Cómo definirías tú una novela?
—Yo te diría con Faulkner algo así: “Se trata de elegir las palabras más emocionantes y provocarlas en la situación más emocionante posible”. En realidad de lo que se trata es de buscar la emoción.
—¿Buscar la emoción? Me parece un borde muy peligroso. De alguna manera la emoción ha de estar pero llevando las riendas muy firmes. Se puede caer en lo sentimental, o peor aún, en lo sensiblero, o en la trampa de los rebuscamientos para provocar en el lector la lágrima. Una emoción elaborada puede tener el eco hueco de la trampa del cartón piedra…
—Claro, claro, claro… Hay gente que se emociona… Pero tú y yo estamos hablando para gentes inteligentes ¿no? Hablamos de la emoción seria. En la historia de la literatura hay varios momentos que para mí serían de verdadera emoción. Los dos mejores finales de la narrativa que yo conozco son dos: uno, evidentemente, el de El Quijote, cuando Sancho, que se ha pasado mil páginas haciendo el gilipollas detrás del gilipollas de su amo, viene a decirle eso de: “Ay, no se muera vuesa merced…”, etc. Y, ¿por qué le ruega Sancho con lágrimas en los ojos a don Quijote que no se muera? Pues porque se le está acabando la diversión. Porque, con este chiflado que lo lleva por la calle de la amargura, ha vivido la aventura de su vida, si no hubiese sido un destripaterrones allí, aburriéndose, y con este loco del carajo ha descubierto el mundo.
—La inteligencia de Cervantes…
—Es máxima. Bueno, este sería el primero. El segundo final al que hacía referencia, y que verdaderamente me emociona, pertenece a una novela del escritor italiano Dino Buzzati (1906-1972). Se llama El desierto de los tártaros (Il deserto dei tartari, 1940). Buzzati es un escritor maravilloso. El protagonista de la novela es un teniente llamado Giovanni Drogo a quien destinan a una fortaleza, la fortaleza Bastiani, en el límite del país, que está pensada para detener el avance de los tártaros. Delante de él se extiende un desierto inmenso…
(Javier explica entusiasmado la acción de la novela y yo disfruto escuchándolo. Ocuparía mucho espacio transcribir lo que sigue y lo dejamos así para que el hipotético lector pueda degustarla sin que desvelemos ni el contenido ni el final de la misma que en verdad, y como dice Cercas, es realmente emocionante.)
—Yo he escrito sobre esto en mi libro Relatos reales… Uno de mis libros mejores.
(Efectivamente, un par de días después de esta entrevista me apresuré a leer dicho libro; sí, Javier Cercas tiene razón, es uno de sus libros mejores porque en él está el germen de varios de sus mejores libros futuros. Este libro resulta un amplio y magistral boceto de algunas de sus mejores novelas… El episodio al que se refiere en torno a Buzzati y su desierto se halla en la página 61 de los Relatos… bajo el enunciado de “Los inocentes”. En él el escritor traza un paralelismo entre la fábula del teniente Drogo y su espera, y la de su propia madre, siempre con la maleta dispuesta para un difícil regreso…)
—Así que —le digo— ¿tu cerebro es tu corazón?
—Si lo que quieres decir es que la emoción y el pensamiento tienen que ir a la par, pues eso es exacto. Es que la inteligencia es emocional y el corazón inteligente. A mí me parece que el corazón es más inteligente que la razón. Mucho más —recalca— y, a veces, la razón es más emotiva que el corazón.
—Muy pascaliano —le digo.
La noche activa el pulsador de la grabadora y la magia del diálogo y del paseo por los lugares que Cercas ama en su ciudad. Es hora de que yo vuelva a Barcelona, y lo siento porque es ahora cuando descubro verdaderamente al ser humano que late detrás del escritor. Un ser humano que se despoja de máscaras y me habla desde el fondo de sus miedos y sus incertidumbres, desde sus zozobras y sus trastabilleos, hora de confidencias que por supuesto no vulnero grabándolas. La inteligencia y la lógica reserva dan paso a la emoción. Me gusta más este Javier de despedida que el Cercas del inicio; tiene menos parapetos, menos puntos de apoyo. Terminamos recorriendo las calles, la librería 22, la de sus amigos, los rincones de sus preferencias, en cada uno de estos sitios descubro un nuevo rostro, una nueva mirada a cada cual más auténtica. Me convence este creador de pasiones contenidas, de verdadero amor por lo que hace, de búsqueda, de tiempos, y de azar.
Entonces, me puse a recordar unas palabras de Stanislaw Lem que me guardé para mí… “Todas las artes —dice Lem— se esfuerzan hoy día en efectuar una maniobra de salvación, ya que la dilatación universal de la creación se convirtió en su pesadilla, su persecución, su fuga; el Arte, como el Universo, se expande en el vacío sin encontrar resistencia, o sea un apoyo. Cuando se puede hacer todo, nada vale ya la pena y el impulso hacia adelante se transforma en reptación hacia atrás, porque las artes quieren volver a las fuentes y no saben hacerlo”.
—“La valentía —dice uno de tus personajes— consiste en tener miedo, luchar contra él, y vencerlo”. ¿Cuáles son tus miedos, Javier?
—¡Joder, pues el miedo a mí mismo! A mí el que me da miedo soy yo. Me tengo un pánico espantoso. Walter Benjamin dice que “La felicidad consiste en vivir sin temor”. Es decir, los hombres valientes son los que son felices. Yo ante mí estoy aterrado. Ten en cuenta que podemos ser capaces de las mayores burradas…
—Y las mejores hazañas, con inteligencia y grandeza.
Efi Cubero
Domingo 1 de mayo de 2016